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Cuando lo grotesco se hace gobierno

De Ubu Roi a Trump y Milei: lo “ubuesco” como tecnología del poder


Il grottesco che governa

Cada vez más, incluso en las democracias liberales, la política se reconfigura como espectáculo: un circo indecente en el que el decoro institucional termina siendo un adorno inútil o, peor todavía, la marca de la casta y de las élites tecnocráticas “enemigas del pueblo”. Es una deriva generalizada y en apariencia inevitable, que hoy encuentra a sus principales abanderados en Donald Trump y Javier Milei. Analizar cómo Trump y Milei ejercen la presidencia no es un ejercicio de estilo ni una cuestión de color local: es sustancia. Porque lo grotesco, en política, no es un tropezón; es una tecnología del poder.


Volvamos a Alfred Jarry y a Ubu Roi

Para entenderlo, hay que volver a París, 1896, la noche del estreno de Ubu Roi. En el escenario aparece un tirano panzón, infantil, ávido y escatológico: el padre Ubu. Su primera palabra es «¡Merdre!», una palabrota deformada que alcanza para que la sala estalle. En una hora de teatro, el autor de la obra, Alfred Jarry, destroza la majestad soberana y la reduce a una farsa sangrienta, entre intrigas grotescas, masacres sin gloria y una avidez que se vuelve razón de Estado.

¿Quién era Jarry? Un joven escritor de provincia, nacido en 1873, alquimista del lenguaje, precursor de muchas rupturas del siglo XX y, sí, también alcohólico y performer avant la lettre. En Ubu Roi mezcla a Shakespeare con la historieta, a Rabelais con la farsa escolar, e inventa un léxico que deforma el francés, lo rebaja, lo retuerce: no como juego gratuito, sino para mostrar que el poder, despojado del decoro, es prosaico y rapaz, infantil en sus impulsos y teatral en sus gestos. De ahí nace el adjetivo “ubuesco”: lo que es a la vez autoritario y ridículo, feroz y grotesco, capaz de violencia incluso en su payasada.

Ubu es la enormidad de la ambición unida a la pequeñez de su objeto: lo quiere todo, ya y a cualquier costo. Su avidez es infantil, ciega y sin proyecto. Jarry la pone en escena con símbolos transparentes: la panza enorme representa un deseo irracional que traga pero no transforma; el garfio con el que agarra a nobles y funcionarios señala el odio a cualquier poder intermedio que se interponga entre él y sus apetitos; la “maza del fisco” eleva a pretensión natural el derecho a poseer y acumular; el “bastón de la ciencia” evoca una supremacía “científica” que Ubu no tiene, parodia de un saber del que ni siquiera domina lo más básico.

Su fórmula es descarada: «El mal derecho vale tanto como el bueno». No importa lo que es justo; importa lo que gana. Por eso el arbitrio se vuelve método: cuando Ubu se apropia del reino de Polonia, su primer acto es confiscar los bienes de quienes son ricos, después de quienes son “lo bastante” ricos, luego de quienes son demasiado poco ricos y, al final, de quienes no tienen nada, porque toda condición sirve de pretexto para despojar. Cuando los magistrados se resisten a su reforma, Ubu no discute: les quita el sueldo.

Esa energía predatoria se sostiene mientras haya materia para devorar;  después implosiona. La derrota de Ubu llega no sólo por la intervención del zar, sino también por la deserción de las tropas y la desafección de los súbditos: el aparato se vacía, el Estado se deshace. Ubu y su consorte huyen, dejando atrás los escombros de un país devorado por la panza desmesurada del tirano-niño.

Bajo la farsa, Jarry sugiere el mito del hombre como arquetipo animal: quitadas las vestiduras de la respetabilidad social, reaparece un apetito primordial que, una vez inscripto en los aparatos, se convierte en forma de gobierno. Y es ahí donde Ubu Roi deja de ser una curiosidad y se convierte en nuestra gramática: cuando el poder disuelve mediaciones y reglas, lo infantil se vuelve política, el arbitrio se vuelve gestión de lo público y lo ridículo se vuelve norma y herramienta.

Jarry desacraliza la idea de que la soberanía sea naturalmente noble. Ubu no gobierna “a pesar” de ser ridículo: gobierna “a través” de lo ridículo. Su obscenidad forma parte de la mecánica del dominio: intimida, excita, legitima el arbitrio. Es una soberanía teatral, hecha de rituales y golpes de efecto, que funciona porque ocupar la escena ya es la mitad del poder.

Décadas más tarde, Michel Foucault usará, en el texto “Lo grotesco en la mecánica del poder”, de 1975, la pareja “grotesco/ubuesco” para nombrar justamente esto: un poder indigno en sus cualidades, pero eficaz en sus efectos, porque está protegido por el estatus (cargo, investidura, aparatos, rituales).

La cuestión no es preguntarse “¿cómo es posible que alguien así mande?”, sino “¿qué dispositivos vuelven eficaz su mando?”. Lo grotesco funciona cuando existen marcos que lo legitiman: el trono de Ubu, la corte que se ríe, las órdenes que se ejecutan.

Ubu Roi no es una curiosidad de vanguardia sino una anatomía del presente. Líderes-performers como Trump y Milei trabajan sobre ese filo: lenguaje vulgar, hipérbole, gesto shock; pero también investidura (el Salón Oval, los decretos, los nombramientos) y rituales mediáticos que transforman el gag en norma, la provocación en protocolo. Como Ubu, no esconden su voracidad ni su infantilización del mundo: la exhiben, porque la exhibición crea campo afectivo y disciplina a los públicos. La obscenidad se vuelve índice de autenticidad, el exceso se vuelve marca identitaria, la burla y el insulto se vuelven pegamento.

Por eso, hablar de “ubuesco” hoy no es un capricho académico sino una manera de dotarse de una lente concreta. Cuando lo ridículo está inscripto en aparatos —partidos, burocracias, medios, tribunales— produce efectos reales sobre leyes, cuerpos, presupuestos. Jarry lo entendió y lo puso en escena; Foucault lo teorizó; nosotros lo vemos suceder cuando la política-espectáculo usa el acto de campaña como taller identitario (se fijan consignas y enemigos), traduce la muletilla en protocolo administrativo (decretos y reestructuraciones) y transforma el meme en agenda política.

De acá partimos: del vocabulario ubuesco para leer a Trump y a Milei, dos estilos distintos de una misma gramática. Para entender por qué el bufón gobierna de verdad, no a pesar de su teatro, sino gracias a él.

 

Il grottesco che governa

 

Marco teórico: de lo “ubuesco” al poder que pasa por la escena

Para entender por qué lo ridículo no es un obstáculo, sino una tecnología del poder, basta con observar cómo Jarry construye Ubu Roi. Allí donde esperaríamos razón de Estado, encontramos impulsos. El mando nace del hambre, el resentimiento, la venganza: un infantilismo que se presenta como autenticidad sin filtros (“digo lo que pienso, como la piensa la gente”) y se convierte en crédito moral (“por fin alguien habla claro”) que se traduce en un mandato para actuar: golpear, cobrar impuestos, purgar. Lo “ubuesco” empieza acá: cuando el capricho disfrazado de sinceridad se vuelve norma.

Pero el impulso por sí solo no alcanza: hace falta una escena. Jarry lo muestra con crueldad: la política, en versión Ubu, se organiza como un teatro permanente. Muletillas, gags seriales, humillaciones rituales: la repetición crea expectativa, sincroniza al público, produce una banda sonora emotiva que moviliza a los seguidores. No es decoración estética: es método de gobierno. La escena prepara la decisión, la vuelve imaginable y después aceptable.

A esta teatralidad se liga el rebajamiento del lenguaje. Deformaciones, groserías, hipérboles, mentiras no son tics ni deslices: son armas. Sirven para habilitar el registro del arbitrio (“si se puede decir todo, se puede hacer más”) y, sobre todo, para trazar una línea: quien se ríe y aplaude es “de los nuestros”, quien se escandaliza es “casta”. El lenguaje bajo funciona como prueba de lealtad y como lubricante de la acción: corre la frontera de lo decible y abarata el costo del paso al acto.

El punto decisivo, sin embargo, es cuando la farsa entra en los engranajes del poder. En Ubu Roi la depredación administrativa es el reverso no heroico de la fuerza. Impuestos arbitrarios, purgas, premios a los fieles muestran cómo lo grotesco se vuelve burocracia: el escenario aporta la energía, el aparato la traduce en práctica. Ahí lo “ubuesco” deja de ser un disfraz y se convierte en estructura.

Ese pasaje —del carácter a la estructura— es precisamente lo que Foucault teoriza. Para él, el poder grotesco funciona no porque quien lo ejerce tenga cualidades excepcionales, sino porque está inscripto en dispositivos, rituales y cargos que lo sostienen.

En ese contexto, el estatus pesa cada vez más que el mérito: la investidura en el cargo funciona como exoesqueleto de la pobreza de las cualidades intrínsecas. No gana el mejor argumento: gana quien dispone de los canales —micrófonos, papeles para firmar, cuerpos para mover—. Lo que sostiene el conjunto no es la argumentación racional, sino el rito: actos de campaña, tuits, memes, merchandising, conferencias-show son liturgias que no quieren ni necesitan demostrar o explicar, sino inscribir e incorporar; la familiaridad producida por la repetición sustituye la verificación; la participación en el rito sustituye la deliberación democrática.

Por último, el aparato prevalece sobre el individuo. El jefe no gobierna solo: el staff, el partido, los medios y los magistrados —todos rigurosamente fieles y alineados— transforman el sketch en acto ejecutivo (de la consigna al borrador, del borrador al decreto, del decreto a la ley, de la ley a las reglamentaciones y disposiciones menores).

Es importante mapear esos puntos de pasaje —donde la escena se vuelve práctica— y evitar el moralismo fácil (“son ridículos, se van a caer solos”). La pregunta útil no es “¿quiénes son estos tipos?”, sino “¿quién les da escenario, sellos y cobertura? ¿qué medios amplifican sin contexto? ¿qué dependencias del Estado convierten el sketch en norma? ¿qué redes de lealtad obtienen beneficios materiales del ruido? Y, en positivo: ¿dónde reintroducir fricción entre escena y decisión —en ciertos tramos del procedimiento (transparencia, dictámenes, plazos), en los circuitos de comunicación (formatos que no premien la hipérbole, contexto obligatorio), en los ámbitos profesionales (estándares independientes, códigos éticos, evaluaciones técnicas que impongan costos a lo grotesco)?

En síntesis: Jarry nos da la anatomía del poder ridículo; Foucault, su mecánica. Planteado así, la política-espectáculo no es un velo sobre la realidad: es la realidad de ciertas formas de mando. Y es con esta brújula —impulso, escena, lenguaje bajo, depredación administrativa; estatus, rito, aparato— que podemos leer, sin moralismos y sin ilusiones, las “exhibiciones” de Trump y Milei.


Il grottesco che governa

 

Trump: del set a la norma

El Salón Oval funciona como un formato: la continuación de The Apprentice, el programa que consagró a Trump. No es solo el lugar de las decisiones: es la escenografía que marca el “episodio” del día. Las conferencias de prensa obedecen a la gramática del reality: el teaser del anuncio (“en un rato les voy a decir algo que nunca se dijo”), el call & response como prueba de fidelidad (periodistas amigos, miembros del gobierno alineados como refuerzo), la humillación pública del adversario de turno —del presidente ucraniano Zelensky al sudafricano Ramaphosa—. Terminado el show, puede empezar la negociación real: en privado, lejos de los reflectores, que se vuelven a encender sólo para celebrar la gloria y el poder del presidente.

Los actos de campaña son, a su vez, una serie por temporadas: repiten rituales idénticos, cambian los personajes —porque el enemigo de turno rota— pero la trama permanece y culmina siempre en el mismo clímax: el jefe como único garante de un orden amenazado. El insulto hace de columna vertebral: apodos, hipérboles, obscenidades, mentiras, insinuaciones conspirativas. Nada de eso es folclore: es institución. La energía trivial que emana del jefe circula por canales que se traducen en órdenes ejecutivas, nombramientos, líneas de acción administrativas. La escena, en suma, no tapa la acción: la prepara y la inserta.

Ahí emergen tres ejes del mecanismo.

Primero: estatus = eficacia. Un tuit de un particular es ruido; un tuit del jefe es una señal para la máquina: define prioridades, marca amigos y enemigos, traza la línea. Más abajo hay firmas, sellos, aparatos estatales. La misma frase, respaldada por el estatus, cambia de peso específico: se vuelve mensaje operativo que puede destrabar recursos, endurecer controles, orientar agencias y departamentos. Es el esqueleto institucional el que convierte la payasada en potencia operativa.

Segundo: rito mediático = legitimación. El discurso público es un sacramento laico. Gorritos, slogans, carteles coordinados: la repetición produce pertenencia y la pertenencia produce legitimidad. No hace falta la prueba: alcanza con el reconocimiento recíproco entre escenario y platea. La liturgia sustituye la verificación y crea un campo de credibilidad en el que la medida controvertida aparece como “justa” porque es “nuestra”. Así, el líder acumula crédito emocional que puede gastar en decisiones que, fuera del rito, encontrarían más resistencia.

Tercero: aparato = puesta en práctica. Ningún histrión gobierna solo. Hace falta una cadena de montaje: staff que escribe y reescribe, partido-rehén que cubre y avala, burocracias que implementan, jurisdicciones amigas que consolidan. El resultado son decisiones duraderas: nombramientos que prolongan el estilo en sentencias y reglamentos, aplicación selectiva de las normas que vuelve concretos los blancos enunciados en los actos de campaña, interpretaciones administrativas que cambian la vida de las personas incluso sin nuevas leyes. La escena genera el impulso; el aparato lo serializa.

De ahí la cadena ubuesca: payasada → pertenencia → licencia → acto. El exceso comunica autenticidad (“habla como nosotros”), la autenticidad se confunde con verdad (“por fin alguien que dice las cosas como son”), la verdad emotiva se convierte en mandato (“tiene derecho a hacer limpieza”), y el mandato se traduce en acto: nombramientos, órdenes, prioridades de gasto, líneas de acción. Si nos detenemos en la primera etapa, vemos al payaso; si seguimos la cadena, vemos al gobierno.

El punto, entonces, no es separar escena e institución, sino reconocer que, en este modelo, la escena es la forma del mando: construye al público, define la realidad compartida, asigna roles y autoriza los pasos técnicos que siguen. Ahí la lente foucaultiana es precisa: el estatus le da cuerpo a lo obsceno, el rito le da crédito, el aparato lo vuelve norma.


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Milei: del escenario al decreto

El recital de Milei en el Movistar Arena del 6 de octubre no fue un fuera de programa folclórico: fue marca y método. En un evento híbrido —show de rock con unas 15.000 personas, combinado con la presentación de su último libro— Milei convirtió el escenario en un taller identitario: entró en escena cantando Panic Show (“Yo soy el rey de un mundo perdido, soy el rey y te destrozaré. Mis cómplices son todos presos de mi apetito”), hizo covers de clásicos del rock nacional con una banda presidencial integrada por aliados y fieles, e intercaló los temas con mensajes políticos entrelazados con el señalamiento de los enemigos.

El formato no “acompaña” a la política: la instituye y la legitima en vivo, frente a la multitud y al público online.

También en este caso, es fácil identificar tres claves del mecanismo.

Primero: performance = agenda. El estribillo (“recortar”, “destruir”, “dinamitar el statu quo”) no es sólo estética: fija un marco moral que vuelve “necesarios” los pasos duros (fusiones, suspensiones, recortes). Así, al día siguiente, los actos ejecutivos aparecen como la continuación coherente del rito celebrado en el escenario.

Segundo: provocación y reacción. Insultos calibrados, burlas a las instituciones, hipérboles económicas: la reacción indignada forma parte del guion, funciona como combustible identitario (“si se escandalizan, es que estamos tocando privilegios”) y como justificación de aceleraciones procedimentales (urgencia, decretos, delegaciones).

Tercero: simplificación afectiva. Ejes nítidos —pueblo vs. casta, productores vs. parásitos— bajan los costos cognitivos de la adhesión y suben los del disenso: quien objeta parece “defender a los parásitos”. Así se construye un consenso operativo para medidas drásticas, presentadas como justicia reparadora en plena tormenta política y económica.

El resultado es la cadena ubuesca: shock semiótico → shock institucional. Primero los signos fuertes (recital, estribillo, imágenes), después los actos administrativos que recorren ese mapa emotivo como por una autopista trazada de antemano. La caricatura no desmiente al gobierno: lo acelera, porque le aporta sentido, coartada y ritmo a la excepción en la decisión.

 

Mecánica compartida y divergencias

A pesar de sus diferencias, Trump y Milei comparten la misma caja de herramientas. Los rituales mediáticos, los actos de campaña serializados, los slogans en formato call & response (“Make America Great Again” o “¡Viva la libertad, carajo!”), los símbolos fáciles (la gorrita MAGA, la motosierra) construyen pertenencia y funcionan como escudo: dentro del rito, el fact-checking pierde agarre, porque lo que cuenta no es la verificación sino el reconocimiento recíproco entre líder y base.

Segundo: la fe de aparato. Una mezcla de convicción y conveniencia alinea staff, partido, burocracias, medios amigos y segmentos del Poder Judicial: ahí es donde la performance se traduce en política, a través de nombramientos, interpretaciones administrativas, aplicación selectiva de las normas.

Tercero: la polarización afectiva. Lo cómico y lo obsceno degradan al enemigo a caricatura (basta pensar en los apodos insultantes que Trump le dedica a Biden); lo ridículo cementa al grupo, baja los costos de la agresión simbólica y facilita el paso de medidas controvertidas bajo la justificación moral de la “hora de la revancha”.

Cuarto: la economía de la atención. Las plataformas y los formatos premian el conflicto y la hipérbole: el algoritmo se vuelve un multiplicador del dispositivo ubuesco, garantizando visibilidad constante a todo lo que escandaliza o excita.

Sobre esta base común, sin embargo, pesan las diferencias de contexto, porque determinan dónde aparece la fricción y cómo se acelera. La arquitectura institucional no es la misma y también divergen las recetas económicas: el proteccionismo nacionalista de Trump y el shock libertario de Milei apuntan en direcciones opuestas, pero siguen la misma dramaturgia: diagnóstico apocalíptico, enemigo identificado, cura dolorosa presentada como prueba de sinceridad.

Por último, el estilo ubuesco. Trump es showrunner —formato, casting, muletillas— y organiza el poder como una producción por temporadas; Milei es rock-profeta —iconoclasia, pathos, misión— y organiza el poder como una cruzada moral. Cambia la puesta en escena, no la gramática: en ambos casos, es la escena la que genera el mandato y es el aparato el que lo traduce en norma.

 

Desactivar a Ubu Roi. Fricción y sobriedad

Ubu odia a los jueces porque odia la fricción. Sabe que el único límite real al poder grotesco es quien puede decir que no, demorar, pedir rendición de cuentas. Cuando los grandes frenos se resquebrajan —Poder Judicial, organismos de control, sistema mediático— la indignación ritual no alcanza; de hecho, alimenta el circuito provocación/reacción del que se nutre lo ubuesco. La respuesta no es una llamarada moral, sino una red de fricciones capilares.

En el plano institucional, el objetivo es subirle los costos a lo grotesco. Eso implica practicar una legalidad militante: impulsar causas piloto, promover recursos colectivos, trabajar sobre los abusos menores pero seriales, esos que normalizan la excepción. Implica imponer una transparencia vinculante: usar las leyes de acceso a la información, construir observatorios cívicos, cultivar un data journalism local que siga actos, contratos, nombramientos y los vuelva legibles. Implica activar microcontrapesos donde el gran contrapeso vacila: colegios profesionales, sindicatos, universidades, cámaras empresarias que fijen estándares y sanciones reputacionales. Y, sobre todo, construir coaliciones transversales alrededor de algunos valores no negociables: integridad electoral, independencia del Poder Judicial, integridad administrativa.

En el plano cívico-mediático, se trata de romper el ritual ubuesco. Una dieta de la atención no significa silencio, sino relanzar sólo con contexto y datos: nada de cuotas de indignación para consumo rápido. No basta con denunciar al bufón: hay que desactivar el teatro que lo vuelve soberano.

En paralelo, hacen falta contrarrituales: asambleas breves y regulares, newsletters verificables, herramientas de deliberación que premien el mérito y la prueba, no la hipérbole. Aquí los cuerpos intermedios son decisivos: profesionalidades organizadas que definan líneas rojas comunes y las defiendan con códigos, firmas, paros selectivos.

Finalmente, educación sobre el algoritmo: entender cómo funciona el feed, usar moderación comunitaria, trasladar debates a formatos que no premien el extremo. A eso se le puede llamar higiene informativa; para practicarla hacen falta coraje y competencia.

Lo ridículo no va a desaparecer, pero su potencia depende de la fricción que encuentra. Si el gran freno vacila, se construyen frenos pequeños y numerosos: causas, códigos, datos, coaliciones, profesionalidades que se niegan a sumarse al rito.

En Italia el cuadro es menos extremo, pero los mecanismos son reconocibles: personalización del mando, rituales mediáticos que sustituyen la verificación, spoils system llevado al límite, marginalización de los cuerpos intermedios, decretos ómnibus y comunicación a fuerza de memes. También acá la respuesta no es el heroísmo: es la serialidad. Y eso es precisamente lo que más teme el poder ubuesco: el bufón puede reinar, pero todavía no está escrito que su reino tenga que convertirse en nuestra normalidad.


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