La In-Significancia del Ser
- Ivan Branco
- hace 23 horas
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La In-Significancia del Ser Breve genealogía y devenir de la fragmentación del hombre

Cuando el sol surgió por primera vez en la mente y en el corazón del hombre, aquel acontecimiento fue visto y sentido a la vez como un fenómeno exterior y como una presencia interior, haciendo absoluto el vivir del hombre con y entre sí mismo y la realidad. Las oraciones y las especulaciones racionales no habían entrado todavía en la forma de estar del hombre: el rito y la intuición fueron las divinidades humanas para todos los hombres en aquel intervalo de tiempo y de representación.
Luego, ese sol se alzó alto en el cielo, y con él también las miradas y los sentimientos de los hombres: ¡ya se imaginaban en los cielos! Pero así como los instintos ascendieron, también descendieron, se expandieron, se hicieron más profundos, y así el hombre empezó a rezar a su manera, pero esta vez a dioses que se elevaban a partir de las necesidades humanas para llegar más alto (no necesariamente más allá…) que él mismo. Si al principio en el hombre subsistía todavía una especie de apego y voluntad hacia la tierra y hacia su propio cuerpo, su mirada, no obstante, estaba siempre dirigida hacia aquello que va más allá de la contingencia individual (aunque no más allá de la realidad); más tarde, perdió esta confianza en su propia existencia para buscar en lo desconocido una vía de salvación y de respuesta.
Pero lo desconocido de las mentes y de los ánimos no se refiere únicamente al caos primordial en el que la existencia vive: ellos se colocan deliberadamente el Velo delante de los sentidos y del intelecto, no contemplan ni experimentan el misterio necesario del retorno a la fragmentación del ser, a su volubilidad y a su hambre eterna; es el misterio de quien nada siente ni conoce, de quien esconde detrás de fórmulas y leyes su propio terror ante este Absoluto.
Para creyentes y científicos, Eso no tiene en realidad importancia, porque lo que importa no es la brutalidad y el vínculo de todo lo existente con el torrente de la vida, sino la certeza de la vida construida sobre el vacío de toda construcción; la certeza de que los propios cimientos, gracias a esa divinidad o a otra, deben y deberían mantenerse en pie ante cualquier calamidad.
Lástima que el hombre nunca sepa distinguir lo horrible de lo ficticio, que no sea capaz de discernir entre esta su ansia de rodearse de certezas y lo que es el verdadero Absoluto. Este es el ciclón y el infierno que empujan al hombre a crearse su propio laboratorio, en el que probar terror, experimentar caminos de salvación, obtener certezas… verlas desvanecerse y ver renacer en sí mismo las ganas de recomenzar, como una máquina ya programada. Un androide constituido por fuerzas que agitan su sistema nervioso y que le confieren la mayor maldición prometeica: la conciencia.
En el Absoluto del hombre, todo lo que va más allá de las necesidades estrictamente orgánicas es ilusión de poder ser algo —y sobre todo alguien—, aproximación a lo desconocido, chispas de martillos golpeando el yunque-inconsciente, energías que llevan al hombre a la exasperación y a la catarsis… que nunca tendrá fin sino con la muerte natural.
Además, no existe purificación alguna, ningún lavado de la imperfección y de la transgresión de lo profano —porque no hay nada que lavar, salvo lo que se considera sucio y no ya impuro—; el hombre-máquina alcanza cada vez un grado de intensidad tal que su actuar toma una forma y una fuerza efectivas que, en todos los otros intermedios, se nos revela de modos y sensaciones distintos y más extensos. En otras palabras, toda nuestra acción es aparentemente volitiva, y en estos intervalos de seudoconsciencia y voluntad humana se prepara en el tiempo y en el espacio para volver a aparecer con toda pompa y agotarse de nuevo, sin dejar por ello de existir ni de desear este agotamiento.
Que no se tome todo esto por una cantinela que pretende mostrar al hombre como un bienaventurado en esta condición. Porque ni siquiera en este cuerpo maquínico está a salvo ni puede prever lo que sucederá después. ¡Gloria a Mishima y a Maiakovski!
Porque este es el hombre maquínico que, sin sendero alguno predefinido y prefijado, alcanza el éxtasis del automatismo de la conciencia, de los instintos y de su potencialidad. No existen guías porque no existen caminos transitables, salvo aquellos creados a disgusto por la voluntad general del organismo y por los impulsos conscientes e inconscientes excitados por aquello que todo lo mueve: el consumo. Repitámoslo una vez más, como un rito chamánico: produce, consume, revienta.
Un ser fragmentado que, a su pesar, se empeña en mantenerse íntegro y que, incluso cuando es consciente de su innata volubilidad, no consigue encontrar ese centro de gravedad permanente… a menos que sea precisamente ese centro hacia el cual vagan todos los poetas, los locos y los profetas: un centro con las apariencias de un abismo en el que la inmersión misma no es sino sueño y pesadilla, en el que no se puede hacer otra cosa que divagar entre lo que (no) se ve y lo que únicamente se siente. En ambos casos, sin embargo, este ser no puede sino (re)nacer cada vez con un grado diferente de fiebre y de enfermedad; en este proceso, además del consumo energético de fuerzas, se añade su recomposición a través del malestar adrenalínico del que sufre el agente: esquizofrenia, narcisismo.
Podríamos casi decir que la psiquiatría y la neurología quieren vender como “degeneración” estados mentales y físicos de los que todo hombre se alimenta y frente a los cuales se agita.
En el caso del “hombre del sueño”, el complejo estructural representa aquello que alimenta todo el actuar de la razón; por lo tanto, el Sentido mismo del que se nutren el hombre y la humanidad es siempre y necesariamente un medicamento que altera el estado de enfermedad terminal en el que el mal consumidor-generador nunca se erradica ni se atenúa, sino que es inhibido o exacerbado de maneras y en grados distintos. Lo que siempre se mantiene es el estar en el sueño eterno de Azathoth, donde no existe posibilidad de fuga, porque no hay ningún maleficio real en soñar entidades como el Leviatán, el capital, las morales, las religiones, las divinidades, los propios Estados en los que uno cree emanciparse de lo real. La cuestión es que una determinada realidad sigue existiendo, puesto que los hombres intentan resistir al sueño natural con la imaginación apolínea, y en su afán de liberarse se confunden cada vez más.
El actuar por el actuar debe colocarse siempre bajo justificación —que procede del sentido abstracto de lo que se hace—, de modo que aquí no se vive lo desconocido ni el camino en Tánatos a través de la simple liberación en el agotamiento, sino que se pospone y se inhibe todo el potencial devastador del organismo hasta llegar a la continua abjuración de esas propias criaturas que se adueñan de nosotros.
Ante todo esto, uno podría preguntarse: ¿cómo puede una conciencia caer en manos de aquello que ella misma ha generado? ¿Cómo pueden fuerzas que en primer lugar crean ser luego inhibidas por estados y estratos creados precisamente para ellas?
De aquí puede presumirse que la unidad y todos los vínculos legisladores del ser no pueden subsistir en el mundo de las relaciones entre las cosas, ni en el interior ni en el exterior. Todo esto tiene, en sus choques, contrastes y sublimaciones, finalidades o modalidades positivas y negativas, pero ya no hay síntesis alguna, salvo el devenir de algo más trascendente: la casualidad y la continua refundación de la Máquina, que crea categorías, impulsos intuitivos y lecturas racionales de los fenómenos, plasmando al hombre a su imagen y semejanza.

En el mismo Absoluto, por tanto, entran también toda aquella serie estratificada y misteriosa de relaciones que autoorganizan su propia autodestrucción: en sí no subsiste un proceso y una voluntad de creación, sino más bien el impulso de la búsqueda y del uso intensivo del placer y de la fuerza; y al mismo tiempo el impulso de la búsqueda de lo sublime, es decir, un estado de satisfacción erótica de la razón y de la racionalidad misma.
Por consiguiente, volviendo a enlazar los conceptos de Absoluto, de Máquina y de hombre maquínico, el cuadro que emerge es el siguiente: el Absoluto es lo real en el que viven y se enfrentan-confrontan seres y objetos cuya misma realidad está determinada por las relaciones y las síntesis que se dan entre ellos. Además, lo que podríamos definir como “esencia” de todos estos actores está determinada por los siguientes componentes:
el inconsciente pasivo, es decir, la procesualidad del organismo procedente de su biología y de su íntima psicología;
el inconsciente activo, es decir, los instintos generales y particulares que se presentan con mayor inmediatez y que, por ello, son mejor comprendidos y procesados por la razón;
la razón pasiva, todos los mecanismos superestructurales y artificiales, tanto individuales como colectivos;
la razón activa, la fuente del sueño y de la forma, es decir, de lo abstracto y de lo sublime.
Como en la tripartición del ser en espíritu-alma-cuerpo, si el Absoluto pertenece a lo que es espíritu, la Máquina puede definirse del siguiente modo: es el contenedor de las tendencias de una época, de una civilización, de una comunidad. Además de ser un simple contenedor, la Máquina es también un instrumento-sintiente que agudiza esas tendencias hasta llevarlas a la catarsis, momento en el cual comenzará un nuevo y distinto ciclo de consumo. Un vector de partículas que, poniendo en interfaz al hombre con la Nada y con el Absoluto, lleva luego al desgraciado a tender hacia ambos y a disolverse en el intermedio, hasta romperse y convertirse en una entidad abstracta dotada de fuerza primordial y ferocidad.
Aclaremos: no se trata de algún principio metafísico que permanezca invariable y que prescinda del contexto en el que actúa; también la Máquina tiene vida propia, y la posee en las determinaciones y en lo no dicho de todas las estructuras y superestructuras del hombre. Por tanto, lo maquínico es un producto perpetuamente renovado de las contingencias y funciona como “intermediario” entre la exigencia del consumo mortal y la pasionalidad indistinta y excitante del hombre. La Máquina, así, funciona también como autoengaño justificatorio, es decir, como aquella serie de pretextos y consiguientes mecanismos psico-fisiológicos utilizados para dar un sentido a ese impulso primordial tanto de satisfacer los instintos bestiales como de alcanzar un estado de beatitud del ser; representa, pues, el recipiente y el receptor de un sagrado y un profano que, cada vez, cambian en sus matices y construcciones, y por tanto también en sus narraciones y en el sentimiento mismo que nos mueve hacia ellos.
Y de aquí, por último, se llega a su creación más perfecta y transgresora: el hombre maquínico, es decir, el ser humano tal como es, que se ilusiona con ser un sujeto en la existencia y cuyo único motor es precisamente el deseo continuo y deveniente y la propia objetivación. Así, el hombre, aun poseyendo una voluntad y una razón propias, termina por no ser ya esclavo de la Máquina, pero sí uno de sus programas, una cadena de códigos entre tantas.
En conclusión, ahora: ¿con qué tipo de futuro, con qué hiperstitución querríamos aparecer en las próximas décadas? Aquí no se quiere ni elogiar ni maldecir nada, puesto que el hombre mismo es puro acto y conciencia maldita. Viendo esto, quizá sólo haga falta darle un empujón, dejarlo resbalar hacia el abismo que ya contempla, estrellándose a la máxima velocidad, para incinerarlo y hacerlo resurgir como algo que ya provenga del más allá.
Más explícitamente: la humanidad, para el hombre, es sólo una estructura creada por él mismo para afrontar no sólo la caducidad de la existencia y su miedo constante y primordial —como ya afirmaba Nietzsche—, sino también para ser mejor controlado e inhibido por aquellas fuerzas mecánicas e instintivas que lo hacen devenir. Así pues, liberándose de su sustrato ficticio de razones y de sistemas, desenmascarándose como cuerpo excitado y mente deseante, el hombre no podrá vivir mejor ni más conscientemente, pero será precisamente su alegre inconsciencia y su energía pura lo que lo hará vivir.
El hombre, demasiado pequeño para poder vivir en un universo demasiado vasto, cada vez más dilatado y que permanece constantemente en silencio, es absorbido por los susurros de un presente y de un tiempo que le prometen la Identidad, el no ser un simple fragmento errante; por los susurros de un más allá que le promete la eternidad y la satisfacción de sus impulsos, y así acaba por ceder a esos cantos y beats repetitivos.

El hombre, que siempre se ha creído un organismo unitario y capaz de comprender el mundo, termina por mirar únicamente su propia sombra, temiéndola y sintiendo asco de ella, mientras al mismo tiempo ansía agrandarla y hacerla más profunda.
Pero esto ya ha sido predicho, organizado, y así el hombre ya no tiene escapatoria: o volverse esquizofrénico dentro de la Máquina, o dejar de existir. A él, ahora, la implosión. La In-Significancia del Ser






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