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Fallacia Femminina: La paradoja del poder

Fallacia Femminina

La cuestión de la energía femenina ha asumido una relevancia paradigmática, convirtiéndose en el objeto de una narrativa que, aun cargada de buenas intenciones, ha terminado enroscándose en una espiral de extremismo discursivo y reduccionismo ontológico. El feminismo moderno —sobre todo en su frame discursivo mainstream, donde la exigencia emancipadora se coagula en un código retórico uniforme más que en un análisis diferencial—, en el intento de reapropiarse de la energía femenina y de emancipar la subjetividad de las mujeres, ha acabado por diseccionar esa energía de forma unilateral, mortificando las complejidades de la masculinidad y relegándola a un papel subalterno, cuando no abiertamente demonizado.

Esta dinámica manifiesta una proyección colectiva de la vulnerabilidad femenina sobre un sujeto masculino concebido como opresor (por más que a menudo lo sea —y afortunadamente en los últimos años se ha normalizado la conciencia de esta realidad), una entidad que habría que exorcizar para liberar la energía femenina reprimida. El feminismo, en esta articulación suya, asume la forma de una narración catártica en la que el varón es configurado como objeto de angustia, símbolo de la patriarcalidad que hay que demoler para permitir la emergencia de la verdadera esencia femenina. Sin embargo, este proceso de escisión no conduce a una liberación auténtica, sino más bien a la creación de un simulacro de poder que se erige sobre cimientos frágiles y contradictorios.

El intento de eliminar el falo, concebido como arquetipo de la dominación masculina, se traduce en una paradoja epistemológica: mientras se proclama la necesidad de deconstruir las narraciones patriarcales, se corre el riesgo de adoptar de manera inconsciente las mismas lógicas de dominio. La obsesión por la autoafirmación de la energía femenina, relegando lo masculino a una alteridad negativa, lleva a una apropiación del lenguaje y de las estrategias que originalmente caracterizan a la masculinidad.


En este contexto, lo femenino se configura como una entidad que, en el intento de liberarse de las cadenas de la opresión, se mueve paralelamente hacia una dimensión falaz, intentando emular los rasgos de lo masculino sin alcanzar, sin embargo, su nivel arquetípico: aquí lo “masculino” no remite a un dato anatómico ni a un poder social históricamente determinado, sino a su función psíquica de fuerza estructurante, principio de orden y de delimitación.

Esta dinámica de mortificación de lo masculino, que parece nacer de la necesidad de legitimación de la energía femenina, hace emerger una representación antropomórfica de la subjetividad de género: el varón es reducido a un arquetipo demonizado, privado de su complejidad intrínseca y transformado en un fetiche de la opresión. A su vez, lo femenino, aun intentando reivindicar su autonomía, se reduce a una figura esencial, a un principio de pureza exento de ambivalencias, en una suerte de escatología de género que no logra captar las riquezas y los matices de la experiencia humana.


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Dentro de esta lógica, la coexistencia de las energías de género no sólo se ignora, sino que se niega activamente en nombre de un ideal de pureza femenina que no puede, y no debe, prescindir de la interacción con la dimensión masculina. La tensión entre ambas fuerzas se convierte, así, en un campo de batalla discursivo en el que se persiguen continuamente la autoafirmación y la negación, mientras la verdadera emancipación se sustrae a este conflicto, escapando a una dialéctica reductiva que niega la complejidad del tejido relacional humano.

El feminismo moderno, en su forma extremada, se erige de este modo como guardián de una ideología que, aun reivindicando el derecho a la autoafirmación, termina por perpetuar una narrativa de dominio, reflejando una proyección psíquica de ansiedades y conflictos no resueltos. La búsqueda de una simbiosis entre lo femenino y lo masculino debe, por tanto, basarse en un reconocimiento recíproco de las diferencias y en la asignación de valor a las diversas experiencias, más que en una batalla por la supremacía de una esfera sobre la otra.

Otro aspecto crítico del feminismo extremista reside en su tendencia a perpetuar una narrativa victimista: aquellas formas de discurso que adoptan la pareja víctima–verdugo como matriz interpretativa dominante del género acaban reiterando una representación de la subjetividad femenina como esencialmente subalterna y oprimida, duplicando así, paradójicamente, precisamente aquella estructura simbólica que pretenden disolver. La realidad histórica de la dominación patriarcal no es aquí objeto de negación ni de minimización: el patriarcado constituye el horizonte genealógico dentro del cual el propio feminismo se vuelve pensable. El punto crucial, sin embargo, concierne a lo que sucede cuando la narración de la opresión, de matriz heurística, es recodificada como régimen ontológico.


En este giro, la opresión deja de ser un acontecimiento históricamente situado para convertirse en la sustancia que define lo que una mujer es; deja de ser una contingencia para convertirse en una esencia. Es en esta saturación semántica donde el rol-víctima pierde su estatuto de categoría crítica y se convierte en código identitario totalizante, incapaz de devolver diferencias, asimetrías, mutaciones y posicionamientos plurales, pero perfectamente capaz de producir un régimen discursivo performativo en el cual la víctima no es un síntoma que interpretar, sino una metafísica del género. De este modo, la ontologización de la opresión no desenmascara el poder: lo refunda bajo otra forma. Toda esencialización de la víctima, cuando adquiere valor fundante, no desmistifica la violencia, sino que conserva su estructura: la reproduce bajo las apariencias de una ética.

Así, la saturación identitaria de la víctima no abre a la liberación, sino que produce un efecto completamente distinto: tiende a transformar el sufrimiento en principio normativo. El riesgo es que la crítica pierda fuerza heurística y se convierta en un dispositivo de legitimación de la autoafirmación resentida, en detrimento del cuidado del vínculo: ya no un espacio de reconocimiento recíproco, sino un campo de acumulación de crédito moral. Una sororidad construida exclusivamente sobre la compartición del trauma de la opresión se revela, entonces, intrínsecamente frágil: no permite salir de la herida, sino sólo reiterarla como fundamento.

Y es precisamente en este desplazamiento —del análisis crítico a la herida como “título ontológico”— donde se prepara la escena de la polarización.

El punto neurálgico, por tanto, no es la identificación del agente de la opresión, ni su ubicación antropológica o sociológica; es más bien la reconfiguración ontológica que se produce cuando una disposición histórica del poder es elevada a principio identitario. El patriarcado, en esta perspectiva, no es un sujeto trascendente ni una culpa localizable, sino una topología discursiva que, en el momento en que se asume como esencia, dibuja la forma de posibilidad del sujeto femenino. Es aquí donde la opresión deja de ser una determinación contingente y se convierte en condición trascendental de reconocibilidad de lo femenino: deja de ser categoría descriptiva para volverse estructura normativa que precede y captura la experiencia.


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Lo que está en cuestión, por tanto, no es el “quién” de la opresión, sino el “cómo” del operador discursivo que transforma un acontecimiento histórico en sustancia ontológica. Esta es la apuesta: una vez que la identidad queda hipostasiada en el paradigma de la opresión, no puede sino reproducir, en formas cada vez más sutiles, la misma lógica binaria de la que pretende emanciparse.

La dicotomía entre femenino y masculino pensados como energías polarizadas no sólo es ontológicamente problemática, sino que se traduce en una praxis discursiva que obstaculiza la posibilidad misma de una sintaxis relacional constructiva entre los géneros.

Las fuerzas del yin y del yang ofrecen un modelo para reconsiderar el feminismo moderno y sus implicaciones sociales. En la lógica de estas fuerzas no está en juego la idea de dos energías originariamente femeninas o masculinas —esa ya es una traducción culturalmente occidental y modernamente sexualizada de las polaridades—. El yin-yang no indica esencias de género, sino un principio de co-modulación: cada polo sólo es pensable en la medida en que varía en relación con el otro. Y es precisamente esta gramática del recíproco-sin-identidad la que permite reabrir el discurso sobre el feminismo contemporáneo más allá de la oposición víctima/verdugo: no dos sustancias que se enfrentan, sino un campo de intensidades en transformación.

Nuestra sociedad, en cuanto organismo vivo, extrae su vitalidad del equilibrio de estas fuerzas, donde ni la una ni la otra deben dominar, sino co-existir en una danza de interrelaciones recíprocas.

El análisis psicoanalítico y antropomórfico de la mortificación de lo masculino en favor de la exaltación de lo femenino pone de relieve la absoluta necesidad de repensar el feminismo moderno como un movimiento que abrace la complejidad de las relaciones de género. Sólo a través de una coexistencia auténtica de energías, una dialéctica que no tema confrontarse con las ambivalencias de ambas partes, se podrá aspirar a una humanidad integrada, capaz de superar las contradicciones y de valorizar la pluralidad de las experiencias sin caer en el extremismo fácil.

La energía femenina, intrínsecamente asociada a cualidades como la intuición, la creatividad y la resiliencia, se ve forzada a ocupar un papel instrumental en la retórica feminista, convirtiéndose en una suerte de arquetipo a contraponer a la racionalidad masculina. Esta polarización no sólo empobrece el debate filosófico, sino que culmina en una negación de la complejidad de la identidad de género, reduciendo el diálogo a categorías rígidas y estereotipadas.

En el contexto contemporáneo, hemos asistido a una creciente toma de conciencia de la figura masculina como símbolo de opresión, encarnando dinámicas de control que se manifiestan en formas de violencia y dominación, como en el caso de los feminicidios. Esta representación de lo masculino como opresor, si bien es legítima y necesaria para afrontar problemáticas sociales reales, corre el riesgo de resultar reduccionista si no se enmarca en un discurso más amplio.


La cuestión no reside tanto en ser “falaz” o en estar dotado de un falo en sentido físico, cuanto en su naturaleza eminentemente dinámica, en su capacidad de adherirse y des-adherirse, casi miméticamente, a modelos psicológicos, culturales y comunitarios que nunca son fijos, sino que, por el contrario, reflejan una libertad retroactiva: no un “poder” que precede al acto, sino un continuum de micro-performances a posteriori que crean la sensación de un origen que en realidad nunca ha existido.

Esta libertad, lejos de ser expresión de dominio o simple emanación de soberanía, se revela más bien como una construcción social compleja y profundamente marcada por la historicidad, una superficie densamente trabajada, una arquitectura semiótica que mantiene unidas normas, imaginarios, posturas, expectativas: un campo de fuerzas fluido, gradual, modular, en el cual lo masculino se relaciona con lo femenino —no en una relación de oposición binaria, sino en un estado constante de negociación, de oscilación, de parcial compenetración— según diagramas que pueden resultar simultáneamente opresivos y liberadores.

En este sentido, la propia idea de “masculino” deja de funcionar como atributo sustantivo, como contenido identitario estático, y se convierte más bien en un vector, una orientación, un régimen de traducción performativa que opera siempre en el espacio intermedio entre lo ya culturalmente codificado y lo que todavía puede ser desplazado, disyunto, reinventado.

Lo “masculino” no es un ser, es un hacer. Es una manera de situarse en el discurso, en el deseo, en la memoria; es una gramática de posicionamiento que se lee retroactivamente a través de sus propias huellas. Y es en este desajuste donde se abre espacio para lo imprevisto, para el roce, para el pliegue, puesto que la libertad no es nunca la transparencia del sujeto hacia sí mismo, sino la curvatura imprevista de su propio montaje simbólico: una libertad que no coincide con el poder, sino que lo descompone, lo atraviesa y lo vuelve intermitente, como el deseo o la identidad cuando dejan de creerse metal y se reconocen como líquido.

Y quizá sea precisamente allí, en esa liquidez, donde no se activa el espacio de la posesión, sino el de la relación. No el del falo como signo, sino el de lo falible como condición. No el de la autoridad, sino el de la posibilidad. Donde la masculinidad no se mide por un órgano, sino por su capacidad de dejarse transfigurar por aquello que la excede. Donde ser masculino significa también, y sobre todo, tener la posibilidad de ser atravesado, desestabilizado y modificado por lo femenino, para no quedar nunca más encerrado en el cercado defensivo de un poder que se presenta como natural.

La masculinidad se convierte así en un proceso abierto, en un acto de negociación permanente con el otro, con la alteridad, con lo heterogéneo.

Los efectos de una libertad de este tipo no son unívocos. Pueden producir nuevas formas de opresión —claro—, pero pueden también, al mismo tiempo, abrir nuevas formas de emancipación, en la misma medida en que aquello que creíamos estable vuelve a mostrarse como lo que siempre ha sido: un constructo, una ficción productiva, una tecnología relacional, un territorio en el que ya no se trata de conservar una identidad, sino de inventar continuamente el modo mismo en que se nos autoriza a existir.

La dinámica de la libertad, por tanto, se vuelve central en el diálogo entre yin y yang, donde lo masculino y lo femenino no se anulan mutuamente, sino que se confrontan, se desafían y se completan, reflejando un movimiento continuo hacia la autenticidad. Es en este contexto donde el feminismo moderno, incluso con sus expresiones de radicalismo y conflicto, asume una relevancia crítica.


El feminismo no debe ser visto exclusivamente como una reacción contra la opresión masculina, sino como la reivindicación de la necesidad de un reequilibrio social en el que ambos principios puedan ocupar “lugares” distintos pero paritarios dentro de la comunidad. El desafío, por tanto, no consiste en negar las diferencias entre lo masculino y lo femenino, ni en subvertir sus naturalezas, sino en reconocer y valorizar su complementariedad.

La sociedad necesita de ambas fuerzas, cada una con su valor intrínseco y su capacidad de contribuir al bienestar colectivo. Los dos “lugares” no sólo deben coexistir, sino también tener un peso equivalente en la estructura social, de modo que la narrativa colectiva no esté gobernada por un principio de dominio, sino por una alianza auténtica y productiva.

Al abordar la cuestión de lo masculino como símbolo de opresión, es imperativo considerar el fenómeno en términos de dinámicas relacionales, en las que el reconocimiento del dolor y de las injusticias sufridas se convierta en base para un diálogo constructivo.

La verdadera liberación, por tanto, no se realiza intentando anular a uno en favor del otro, sino persiguiendo un equilibrio dinámico que permita la integración de las experiencias, en el que ambos principios puedan evolucionar en un contexto de respeto y reciprocidad.

Si bien es fundamental reconocer y afrontar las formas de opresión que lo masculino puede representar, es igualmente crucial no caer en la trampa de la demonización de un género en detrimento del otro. La verdadera esencia de la libertad reside en la coexistencia de energías diversas, en el reconocimiento de su interdependencia y en la construcción de una sociedad en la que ambos “lugares” estén equiparados, con un peso equivalente en el tejido social.

Sólo así se podrá aspirar a una sinergia vital, capaz de abrazar la complejidad del ser humano en todas sus facetas.



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