La cuestión del rearme como síntoma
- Lorenzo Signore
- 10 nov
- 5 Min. de lectura


La cuestión del rearme es compleja, sin respuestas únicas ni definitivas, como bien han mostrado los textos anteriores. Ante tal complejidad, la primera reacción —casi un reflejo sano— es la de hacer preguntas, con la esperanza de que al afinar y finalmente formular la pregunta correcta, la respuesta correcta empiece a delinearse.
Quizás sea eso lo que subyace al primer texto de esta serie, que en esencia es una colección de interrogantes: ¿qué es hoy la guerra? ¿Para qué sirve? ¿Existen alternativas? ¿Cuál sería el precio a pagar? Más en general, ¿cuál sería su impacto? Estas preguntas están claramente contextualizadas, invitan a pensar, a reflexionar, y sin embargo, al final, prevalece una sensación: la de enfrentarse a una situación demasiado compleja para cualquiera de ellas, quizás incluso para todas juntas.
Y tal vez sea desde ahí desde donde uno pueda empezar, yendo más allá de las palabras, hacia las emociones que las animan. En estos tiempos en que se ensalza la racionalidad y abundan los análisis —rigurosos, incluso acertados— conviene recordar que lo que mueve realmente a las personas son las afectividades. Algunos de los razonamientos más sólidos del mundo se topan, en la práctica, con las emociones y los intereses de quienes los elaboran. Esto no significa que esos análisis sean inútiles o menos válidos; la frialdad y el desapego también son formas de sentir.

Hay, naturalmente, muchos tipos de afectividad, y reconocer que son ellas las que guían el pensamiento —tanto de los individuos como de las naciones— no nos ofrece necesariamente una guía sobre cómo actuar. Por eso quizá convenga partir de lo particular, explorando las emociones presentes en esta misma colección de textos y viendo hacia dónde nos lleva esa lente.
Entre estos escritos hay varios cargados de indignación o protesta, a veces en prosa —como El miedo como arquitecto del poder— y otras en poesía, como Poética del disenso o Morir desnudo, cálido y liberado. Más allá de sus diferencias, expresan una forma particular de vivir la cuestión del rearme, una cuestión que va mucho más allá de la mera opinión. Al leerlos, percibo sobre todo una sensación de desconfianza hacia la clase dirigente.
En la medida en que un rechazo tan absoluto al diálogo con “el sistema” corre el riesgo de volverse autorreferencial, percibo en esas posturas una miopía similar a la que a menudo caracteriza al mismo sistema que critican. Reconozco su valor, porque muestran compromiso y expresión, y es responsabilidad de la clase política dialogar con ellas; pero, al no sentir afinidad con esa posición, no es desde ahí desde donde puedo construir mejor mi propia afectividad. Hay otra, en cambio, que siento mucho más cercana: una afectividad distinta a la rabia de los textos anteriores y diferente a la prudencia del texto inicial.
¿Qué hacer cuando uno siente que su patria —y muchos crecimos orgullosos de ser europeos— está convirtiéndose cada vez más en un lastre? Es en el último texto, escrito por alguien mucho más implicado en el asunto, donde encuentro un sentimiento menos celebrado que los presentes en los demás.
Aunque ese texto parte de una perspectiva global, y más específicamente estadounidense (pues cuando algo es “...explotable pero no rentable... se convierte en lastre”), para explicar mejor lo que quiero decir, me gustaría completarlo con una mirada interna: desde el punto de vista de ese barco europeo al que se señala precisamente como lastre.
Lo que veo, lo que siento, es una Europa cuyo timón se ha roto.A nivel político, somos los herederos de un tiempo en que gobernábamos desde la convicción de ser lo más parecido a una verdadera paz entre los pueblos: la Pax Europaea de la que habla el artículo La Europa armada, segundo texto de esta serie. Los intereses propios existían —nadie es tan ingenuo como para pensar lo contrario—, pero esa creencia nos llevaba a asumir un papel de guía.
Aunque no siempre fuimos los paladines que creímos ser, esa convicción nos impulsaba a actuar con decisión, como corresponde a todo liderazgo. Si fue correcto o no atribuirnos ese papel importa menos que el hecho de que, en general, fuimos percibidos como un modelo a seguir, de buen o mal grado.
Esa creencia nos llevaba a actuar con determinación. Y es aquí donde siento que la cuestión pasa del rearme a algo más amplio, y donde surge otra forma de afectividad, común a muchos jóvenes —y no tan jóvenes— que conozco.
Dicho de forma sencilla: cuando Europa toma decisiones débiles o aplica evidentes dobles raseros (ningún político europeo, por muy político que sea, puede creer sinceramente que Israel se esté “defendiendo”, por poner un ejemplo actual), nuestras acciones pierden fuerza y coherencia. Perdemos credibilidad, no sólo ante otras naciones, sino también ante nosotros mismos.
La cuestión del rearme es sintomática de algo mayor. Muy a menudo se confunden dos planos: el de la fuerza y el de la militarización. Existe la sensación de que, si nos rearmamos, seremos más fuertes, y por tanto más creíbles, más respetados, más escuchados. Pero el respeto no proviene del poder, sino de la determinación con que uno actúa dentro de los límites de ese poder.

Un ejemplo cercano: el profesor que no tiene estándares definidos, altos y aplicados con constancia, no es respetado por sus alumnos, a pesar de su autoridad, a pesar de que de vez en cuando pierda la paciencia. Lo que hoy le falta a Europa es precisamente ese rigor, esa exigencia y esa consecuencia. Rearme o no, el verdadero problema está en el hecho mismo de que la cuestión se plantee una y otra vez sin progreso real.
Es cierto que la militarización podría hacernos más independientes, más preparados; pero el problema está más arriba. También es cierto que la no militarización respetaría nuestra tradición humanista y diplomática; pero el problema está igualmente más arriba. De poco sirve la independencia si después uno queda paralizado para ejercerla, y de poco sirve la diplomacia sin credibilidad. El problema de Europa es que gran parte de sus acciones en los últimos años, sobre todo en política exterior, se han quedado a medio camino; a menudo les ha faltado rigor, exigencia y consecuencia.
No soy tan ingenuo como para pensar que la cuestión es sencilla. Es evidente que parte de esas carencias se deben al propio funcionamiento de la Unión —mucho más democrática de lo que muchos creen—, en particular al papel de la unanimidad en la toma de decisiones, al respeto por el compromiso y, en ocasiones, simplemente al deseo de proteger a los propios ciudadanos. Aun teniendo todo eso en cuenta, el resultado debería ser una decisión difícil, no una no-decisión.
Si el mecanismo europeo está atascado, corresponde entonces a las principales naciones del continente encontrar una solución alternativa, decidida y, sobre todo, unida. Una Europa de geometría variable, como decía Delors, podría ser una solución concreta.
Más allá de esta opción apenas esbozada, no estoy aquí para ofrecer un análisis riguroso, de esos que abundan. Los datos y los estudios de caso podrían cambiar las opciones disponibles, pero no el sentimiento de impotencia, esa afectividad precisa que informa mi pensamiento y mi forma de participar en la política. Lo que sí podría cambiarlo son las acciones: las valientes, las difíciles, las decididas.
Tampoco creo tener la mejor clave interpretativa; tal vez, para la supervivencia del barco europeo —como entidad y como idea—, una solución resulte correcta y la otra no, pero lo que es seguro es que su futuro no se encuentra en la inercia.
Hay una curiosa coincidencia semántica: cuando el timón se rompe, la única manera de dirigir el barco es moviendo el lastre, de babor a estribor, según la dirección que se quiera tomar. Tal vez en esa etapa estemos, intentando mantener vivo el credo que nos trajo hasta aquí. Pero cuando incluso ese equilibrio se vuelve demasiado difícil de sostener, el barco no está navegando: simplemente deriva, ebrio, no muy distinto del que describía Rimbaud, que sólo deseaba al final de su viaje que su quilla estallara, que, al hundirse, imitara a los lastres. La cuestión del rearme como síntoma





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