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El mito de Marte

O cómo el militarismo no nos salvará de la guerra


Il Mito di Marte
L'Idiot Digital

Desde la antigüedad los seres humanos se han reunido en torno a sus mitos. Historias y creencias que nos han permitido interpretar el mundo que nos rodea, los principios que nos gobiernan y nuestro lugar en la inmensidad del cosmos. Muchos de esos mitos hoy sobreviven únicamente en las páginas de los libros o en las voces de quienes, al contarlos, intentan reconectar con un pasado a menudo perdido pero no olvidado. No obstante, el mundo contemporáneo sigue impregnado de mitos, antiguos y modernos. Uno de los que con mayor ferocidad persiste y atraviesa nuestras vidas es el mito de la guerra y del militarismo, una historia de amor quizá más trágica que la de Eurídice y Orfeo. Encarnado en Marte o Bellona para los romanos, Montu o Bastet para los egipcios, Huitzilopochtli para los aztecas, y en las muchas otras deidades que se adornaron con la funesta corona de dioses de la guerra. Hoy los dioses han sido desterrados: ya no se llevan corderos ni esclavos a morir en majestuosos altares, no se levantan estatuas para ensalzar su gloria. Y, sin embargo, los mitos que los nutrían, los sacrificios que se les ofrecían y las miserias que los acompañaban siguen entre nosotros, proyectando sombras sobre nuestra capacidad para perseguir alternativas para el futuro.


Si vis pacem, para bellum

“Si quieres la paz, prepara la guerra”. Es con este lema —o bajo este espíritu— que hoy los gobernantes de buena parte del Occidente reafirman el credo del militarismo. La guerra se presenta ya como una eventualidad inevitable, una entidad cuyas lógicas y prerrogativas deben satisfacerse para asegurar la prosperidad y el bienestar que, nos prometen, nos corresponderán a su debido tiempo. Por ello, la militarización se propone de nuevo como la única “solución” al desastre inminente y en curso. Los militaristas de hoy intentan camuflarse tras discursos humanitarios, de seguridad y de defensa de la democracia, pero en los hechos muestran tan pocos escrúpulos como los belicistas de antaño. Con tal de engordar los enormes beneficios de la industria militar están dispuestos a arrebatar a la mayoría de la población esos servicios, esas seguridades y esos derechos esenciales que hemos conquistado tras décadas de luchas.

El proyecto de rearme europeo y la imposición por parte de la OTAN de elevar el gasto militar al 5% del PIB no son sino las manifestaciones más recientes y dramáticas de un proceso que lleva décadas en marcha. De hecho, ya en 2024 el gasto militar alcanzó nuevos picos, fruto de un crecimiento sostenido durante una década, superando los niveles alcanzados al final de la guerra fría. Esta carrera global de armamentos no está generando perspectivas para una paz justa y duradera, al contrario de lo que nos cuentan los propagandistas y los políticos de la Unión Europea. Está, en cambio, íntimamente ligada al carácter cada vez más explosivo, violento y prolongado que han adquirido los conflictos geopolíticos y sociales en los últimos años: desde el genocidio en curso en Gaza hasta la guerra que arde sin tregua en Ucrania. Su complicidad interesada en fomentar y agravar estos conflictos queda patente en su constante apoyo a regímenes como los de Israel, Arabia Saudí, Turquía y muchos otros Estados implicados en las campañas de opresión más letales de nuestro siglo.


El fin de la “Pax Americana”

Tras este periodo de creciente tensión militar se esconde un profundo cambio del escenario geopolítico mundial. El desplazamiento del centro económico hacia Oriente ha puesto en profunda crisis el modelo neoliberal occidental y las relaciones de poder desiguales que este logró imponer en el mercado globalizado. El ascenso de nuevas potencias imperialistas, como China y Rusia, representa hoy la mayor amenaza externa a los intereses hegemónicos del capital estadounidense y de sus lacayos europeos.

Este cambio en el escenario internacional alimenta y al mismo tiempo es alimentado por una multitud de crisis internas del capitalismo occidental. Tras la crisis de 2008, éste se mostró no solo demasiado frágil sino también ineficiente para lidiar con sus propias contradicciones y mantener su dominio incuestionado en el mercado mundial. La política de la “paz”, tras la cual la élite occidental ha encubierto hipócritamente su predominio durante las últimas tres décadas, ya no puede sostener estas dinámicas de poder. El sistema institucional internacional está completamente paralizado y su inacción ante las crisis humanitarias en curso es el último clavo en el ataúd de su credibilidad. La guerra vuelve a ser el mesías de una clase dirigente que se agarra con uñas y dientes al cuerpo martirizado de la humanidad y del planeta para escapar de su propia obsolescencia.


“La guerra es la continuación de la política por otros medios”

Es en este marco donde la célebre frase extraída de De la guerra de Carl von Clausewitz muestra toda su actualidad. El orden geopolítico establecido después de la Segunda Guerra Mundial jamás tuvo como fin resolver las contradicciones del sistema existente —el capitalismo fundado en el Estado-nación—. Su único propósito real fue proporcionar un marco dentro del cual las rivalidades geopolíticas entre las grandes potencias pudieran encontrar mediación antes de desembocar en una deflagración nuclear. Desde el fin de la Guerra Fría, con el monopolio estadounidense sobre la política internacional, estas instituciones han ido perdiendo progresivamente esa función mediadora para convertirse en lacayos de industriales y financieros occidentales.

La retórica sobre los derechos humanos, los tratados de paz y las cumbres de cooperación han servido para ocultar una política de saqueo y explotación a menudo tan violenta y despiadada como la de los viejos imperios coloniales. Dos casos emblemáticos son la “guerra contra el terror”, con la cual se justificó la ocupación de Irak y Afganistán y la creciente desestabilización de Oriente Medio; y la “guerra contra las drogas”, que impuso un régimen de abusos y violencia en toda América Latina y sobre los sectores más vulnerables de nuestras propias sociedades. Ahora que estos instrumentos “pacíficos” ya no facilitan esa política, la élite occidental se ocupa de desmantelarlos para recurrir a otros medios. En ello se observa la continuidad entre política de paz y política de guerra a la que aludía Clausewitz: las ambiciones lucrativas y expansionistas de los actores implicados permanecen iguales; lo que cambia es la cantidad de vidas que están dispuestos a sacrificar para alcanzarlas.


“El capitalismo trae consigo la guerra como las nubes traen la lluvia”

Sería un error creer que el militarismo es únicamente una respuesta a una crisis externa, como nos cuentan políticos e intelectuales, tanto progresistas como conservadores. Como expresó el socialista y antimilitarista francés Jean Jaurès, la guerra no es un factor externo al sistema, sino que nace en sus recovecos más oscuros. En una época de profunda incertidumbre socioeconómica, climática y geopolítica, el militarismo cumple la función de garantizar el crecimiento de los grandes capitales del que depende la preservación del propio sistema. No es casualidad que países como Rusia y China, donde el capitalismo tuvo que echar raíces de forma mucho más abrupta y brutal que en Occidente, figuren entre los primeros en confiar en inversiones bélicas para reforzar su economía nacional y proyectar sus intereses internacionalmente. Ocultan la debilidad de sus regímenes detrás de desfiles militares, misiles relucientes y represiones sanguinarias. En muchos países aún sometidos al yugo de la herencia colonial, estas nuevas potencias se lanzan como buitres sobre las carroñas creadas por siglos de belicismo occidental.

De hecho, los propios Estados Unidos han sostenido su estatus de superpotencia con el mayor complejo militar-industrial del mundo, hundiéndose en una crisis de deuda cuyo coste se descarga consciente y sistemáticamente sobre los estratos más empobrecidos de la sociedad. Además, el gasto en “defensa” se traduce en una militarización creciente de todas las esferas del Estado, especialmente allí donde existen tensiones políticas y sociales. El peligro de este proceso, en un periodo de creciente crisis y polarización, está volviéndose cada vez más evidente incluso en países llamados democráticos, donde la disidencia se enfrenta a contramedidas cada vez más violentas. Basta pensar en los acontecimientos de los últimos meses en California, cuando Trump respondió a las protestas populares contra su campaña de persecución y deportación enviando la Guardia Nacional y los marines.


El mito de la paz

La deriva autoritaria que observamos a escala mundial va de la mano del proceso de militarización en curso. En el fondo, estos fenómenos están dictados por las dinámicas de explotación y saqueo intrínsecas al sistema capitalista de producción. Su incapacidad para resolver sus propias crisis es el producto directo de su regla fundamental: maximizar el beneficio a toda costa. El neoliberalismo ha permitido la mayor transferencia de capital desde abajo —de las clases pobres y trabajadoras hacia las más ricas— en la historia de la humanidad. Los recortes en sanidad y educación, la caída real de los salarios y el aumento de la deuda pública son los medios con los que se está llevando a cabo el expolio más rentable de la historia. Pero esto no sacia la sed de ganancias, aunque el precio sea nuestra salud, nuestras vidas, nuestro futuro.


La paz que nos han vendido en las últimas décadas oculta una lucha cotidiana y subrepticia, una confrontación entre los que lo tienen todo y quieren más, y los que no tienen nada y se aferran a las migajas: una lucha de clases en la que un bando ha bajado las armas mientras el otro no duda en golpear a los más débiles y vulnerables. Quizá este sea el mito que más atraviesa y frena nuestra sociedad: el mito de una paz inexistente, de un orden social que de pacífico solo tiene la pasividad de sus víctimas. Las guerras en curso y las que vendrán, donde personas de toda creencia, género y nacionalidad están siendo sacrificadas en el altar del beneficio, deben ayudarnos a desmitificar esa ilusión. Porque la realidad es que ya estamos en guerra y no podemos permitirnos seguir mirando.

El presente sangra y el futuro se vuelve más incierto que nunca. Las Moiras tejen la tela pero ellas mismas no saben cuánto hilo les queda. El militarismo nos empuja cada vez más hacia las fauces del inframundo y Caronte ya desea la paga que le corresponde. ¿Qué hacer, me pregunto, mientras resuena el sonido de los tambores en el aire? ¿Qué hacer al ver la sangre cubrir los campos de naranjos y las extensiones de trigo? ¿Podemos seguir subiendo la montaña como Sísifo, soportando día tras día el peso de nuestras dudas, miedos y prejuicios, o debemos, como Prometeo, arriesgarlo todo, asaltar el cielo, robar a los dioses para encender una pequeña antorcha de esperanza para toda la humanidad? ¿Seremos nosotros los que sucumbamos a nuestros mitos o serán los mitos los que sucumban ante nosotros?

Ha llegado la hora de reaccionar. Ha llegado la hora de romper con la política de las clases dominantes, con sus constantes intentos de dividir a los oprimidos y de desatar guerras entre los pobres. Ha llegado la hora de declarar la guerra a la guerra, al militarismo y a todos los que obtienen beneficio de él.


El mito de Marte


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