Europeos: un pueblo de burócratas perezosos
- Francesco Marchetti
- 5 nov
- 8 Min. de lectura


En los últimos meses, las redes sociales y los noticieros de todo el mundo nos han estado bombardeando con noticias y declaraciones de líderes políticos que anuncian el fin del mundo, después de que la belicista presidenta von der Leyen proclamara la necesidad de un plan siniestro para aumentar el gasto militar de los Estados miembros de la Unión Europea.
Dentro de estos dos bandos enfrentados se agrupan distintos rebaños de individuos con sus respectivos jefes, que se persiguen sin darse cuenta de que pertenecen a la misma familia. Este texto quiere ser una respuesta a ambos frentes, describiendo los problemas que los unen.
Entre los principales opositores al aumento del gasto militar y al proyecto ReArm Europe (que habría tenido mucho más sentido llamarlo Defend Europe, pero ese es otro asunto) se encuentran dos categorías que, aunque se desprecian mutuamente, a menudo terminan compartiendo los mismos votos en los parlamentos y los mismos eslóganes en las manifestaciones: la derecha populista soberanista y la izquierda radical pacifista. Por un lado, la derecha rechaza cualquier proyecto de defensa común en nombre de la soberanía nacional; por el otro, la izquierda se opone por razones éticas y sociales, denunciando la militarización de la Unión como una deriva peligrosa y una distracción de recursos frente a las verdaderas prioridades: el bienestar, la educación y la sanidad (motivos, en ciertos aspectos, comprensibles).
Dos trayectorias ideológicas opuestas, pues, que sin embargo coinciden en el rechazo de lo que ambas perciben—por distintas razones—como una militarización impuesta desde arriba.
En medio de este enredo narrativo surge entonces un discurso que a primera vista parece lúcido, sereno, incluso noble: el que invita a Europa a detenerse, a reflexionar, a no caer en la trampa del miedo. Se sostiene que el rearme no es más que una reacción irracional, una respuesta primitiva a la ansiedad colectiva del ciudadano europeo, una rendición ante la histeria estratégica. Quienes la defienden apelan a la razón, a la historia, a la humanidad.
Todo empieza con la psicología del miedo: nuestra querida Europa, dice Andrés Acosta, se está militarizando no por necesidad, sino por angustia. El peligro, por tanto, no sería externo sino interno: es el pánico que contagia a las instituciones y paraliza el pensamiento crítico. Esta lectura está, siendo generosos, desconectada de la realidad. Quienes la promueven probablemente viven en una especie de oasis campestre, dedicados a sus sueños bucólicos mientras ignoran los golpes insistentes de la realidad en la puerta.
Ciertamente, también hay una dosis de miedo que impulsa a Europa, acompañada sin embargo del reconocimiento de que estamos viviendo un cambio histórico: la guerra ha vuelto al continente, la guerra ha vuelto a ser protagonista del escenario internacional. En las dos últimas décadas se han reabierto y encendido antiguos frentes candentes—como Oriente Medio y la frontera oriental con Rusia—y se han abierto otros nuevos, como el que enfrenta a Estados Unidos y China en el Pacífico.
Luego viene la evocación de la Pax Europaea por parte de Bulgarini, presentada como una edad de oro que el rearme traicionaría irremediablemente. Pero se olvida convenientemente que aquella paz fue garantizada precisamente por un equilibrio de fuerzas, por alianzas militares y por una disuasión compartida. Nunca ha existido una Europa desarmada y protegida solo mediante el diálogo; ha existido una Europa libre porque fue defendida, una diplomacia eficaz porque estaba respaldada por la capacidad creíble de responder ante las violaciones del orden internacional.
Quien hoy invoca la cooperación como alternativa a la defensa olvida que, sin la posibilidad de protegerse, ninguna mesa de negociación puede sostenerse. La diplomacia solo sirve cuando hay algo que defender, y los tratados solo valen si hay alguien dispuesto a hacerlos respetar.
Otro tema recurrente es la denuncia de la militarización como traición a la identidad europea. Surge entonces la pregunta: ¿cuál sería esa identidad? ¿Cuáles son sus características?
Si se intentara encontrar un rasgo identitario común entre todos los ciudadanos de los Estados miembros—considerando el verdadero significado de la palabra identidad, que proviene del latín idem, es decir, “lo mismo”—se terminaría inevitablemente en interpretaciones forzadas de toda la historia europea. Sería más correcto hablar, por tanto, de valores compartidos como la democracia, el Estado de derecho o los derechos humanos, aunque estos límites sean difusos y a menudo vulnerados por algunos Estados miembros sin consecuencia alguna, lo que ha llevado en los últimos años a cuestionar la autoridad misma de la Unión.
Citando textualmente: “Basta de ser peones en un tablero impuesto por otros. La libertad, el desafío y la autodeterminación deben volver a ser las armas con las que Europa se forje en un mundo sin miedo ni sumisión.”
En esta teología del declive europeo, el ciudadano aparece como un peón manipulado, incapaz de entender o decidir su propio futuro, desprovisto de poder y sometido a sus propias instituciones y a titiriteros de ultramar.
Este comportamiento podría parecer una forma de antiamericanismo, con una cucharada de populismo de derechas o de pacifismo progresista, según el lado político, pero lamentablemente no es así. Ojalá lo fuera; sería mucho más sencillo. En este caso nos enfrentamos a una nueva enfermedad, aún no oficialmente clasificada, que aqueja a los ciudadanos europeos desde hace muchos años: el síndrome del burócrata. Una dolencia silenciosa, educada, perfectamente integrada en los códigos del bienestar occidental, pero no por ello menos insidiosa.
El ciudadano europeo afectado por este síndrome no es un rebelde radical, pero tampoco puede definirse como un verdadero reaccionario; al contrario, es una persona educada, moderada, favorable al proyecto europeo, a menudo incluso partidaria del rearme y de la integración.
Pero todo termina ahí. Su europeísmo no es la adhesión a un ideal capaz de generar impulso o propósito, sino más bien un contrato fijo, con su plan de pensiones incluido.
No sueña con una Europa capaz de autodeterminarse, de estar a la altura de la historia y de los tiempos difíciles que se avecinan: sueña con una oficina en la Rue de la Loi, una acreditación y un paquete de bienestar armonizado. Es un europeísmo de funcionario público, en el sentido más llano del término: preciso, respetuoso, incapaz de asumir riesgos, ajeno a toda voluntad transformadora. Como ciudadano, le basta con que el sistema funcione lo suficiente para mantener sus pequeños privilegios. De vez en cuando muestra cierta reacción: se queja, se indigna, publica mensajes vehementes cuando recuerda que Hungría tiene derecho de veto. Pero nunca movería un dedo para cambiar la estructura que permite que ese veto exista, porque cambiar significaría poner en duda el equilibrio del que se beneficia. Y el burócrata, como se sabe, prefiere la inercia al riesgo.
El entorno ideal para incubar el síndrome del burócrata son las distintas prácticas dentro de las instituciones europeas (Blue Book, Schuman, etc.). Son experiencias muy selectivas y bien remuneradas que cada año involucran a unos 1.900 jóvenes en Bruselas, Luxemburgo o Estrasburgo. Una cifra que parece considerable, pero que palidece frente al panorama general: cada año, 3,7 millones de jóvenes europeos (entre 18 y 35 años) inician una práctica como primera experiencia profesional. Solo una pequeña élite, el 0,05%, accede a una pasantía en las instituciones de la Unión, es decir, una de cada 2.000 personas.
En este grupo reducido no se desarrolla una conciencia crítica capaz de imaginar un nuevo orden político más ambicioso; más bien, a través de una especie de habituación al funcionamiento institucional, se refuerza la idea de que el sistema existente (por evidentes que sean sus problemas) en el fondo está progresando. Cada semana se escuchan proclamas sobre nuevos paquetes aprobados, nuevos reglamentos y directivas, sobre cómo se está construyendo una Unión cada vez más sólida mediante el diálogo y la cooperación. Sin embargo, los datos dicen otra cosa.
Según las encuestas de YouGov/TUI Foundation 2025 a más de 6.700 jóvenes europeos (de entre 16 y 26 años), el 39% considera que la UE “no es especialmente democrática”, mientras que el 53% la percibe centrada en cuestiones triviales o marginales. Y aunque el 51% de los ciudadanos europeos—todos ellos autodefinidos como “europeístas” (un adjetivo demasiado abstracto, cuyo significado actual sigue siendo objeto de debate)—describe la Unión como “una buena idea, mal ejecutada”, esto demuestra que existe una tensión latente, una demanda de transformación real que rara vez encuentra voz en los pasillos institucionales.
Volviendo a los dos bandos y a sus respectivas posiciones, ambos participan plenamente del síndrome del burócrata. No tanto por su contenido, sino por la mentalidad que proponen. Ambos denuncian a Europa como un cuerpo paralizado, desgarrado, arrastrado por miedos y lógicas ajenas, pero ninguno imagina una Europa reconstruida mediante la asunción de responsabilidad política. En el fondo, también ellos delegan, igual que un burócrata cuando debe encargarse de algo que “no le compete”. Y cuando se produce un cortocircuito o una crisis, la culpa siempre es de otro: las élites, la OTAN, los mercados, los tecnócratas.
Además, en ninguno de los dos bandos aparece un modelo de participación activa, ningún intento de articular qué significaría realmente una defensa europea autónoma.
El rearme de los países europeos es una parte fundamental de la fisiología misma de una unión política que aspire a tener peso. Garantizar la seguridad colectiva de la Unión, dadas las circunstancias actuales, requiere instrumentos, recursos, infraestructuras y, nos guste o no, armas.
Desde sus orígenes, el ser humano siempre ha manejado armas: como prolongación del cuerpo, como herramienta para ampliar su espacio de acción, para defenderse del enemigo. No existe civilización en la historia que no haya tenido su propia cultura de defensa, y la Unión Europea no debería ser la excepción. De hecho, nació políticamente precisamente a partir de ese núcleo material: el carbón y el acero, los dos elementos fundacionales de la CECA, servían justamente para fabricar armamentos.
Compartir los recursos bélicos significaba evitar nuevas guerras entonces; hoy, por tanto, el aumento del gasto militar no significa militarizar la Unión, sino sentar las bases de lo que siempre le ha faltado a Europa: una defensa común con un ejército europeo capaz de autonomía estratégica.
Por último, incluso el argumento más habitual en los discursos contrarios al rearme—la idea de que cada euro gastado en defensa es un euro restado al bienestar, a la educación o a la transición ecológica—no resiste el análisis de los datos. Actualmente, la Unión Europea en su conjunto gasta en defensa casi tanto como China, unos 240.000 millones de euros al año, pero lo hace de manera desorganizada e ineficiente, con 27 ejércitos, 27 logísticas y 27 estrategias no coordinadas.
Esta fragmentación genera un enorme despilfarro de recursos. Hoy, el 78% del gasto en defensa dentro de la UE es puramente nacional, con efectos mínimos sobre la capacidad operativa global. En igualdad de recursos, una gestión integrada y centralizada permitiría aumentar significativamente la eficiencia y la capacidad de disuasión, evitando duplicaciones en sistemas de armas, mandos y estructuras.
Además, elevar el gasto militar al 2% del PIB es fiscalmente sostenible para casi todos los Estados miembros: supondría un incremento medio del 0,4–0,6% respecto a los niveles actuales, compensable mediante la racionalización interna y los instrumentos financieros europeos. Es necesario considerar también que las inversiones en tecnologías de doble uso (como la ciberseguridad, el sector aeroespacial o la inteligencia artificial) generan efectos multiplicadores positivos sobre el PIB, refuerzan las cadenas industriales estratégicas y reducen la dependencia de proveedores externos.
Por tanto, Europa puede seguir evocando puntos de no retorno, supuestas traiciones a los valores de la Unión, identidades culturales o miedos a la sumisión para eludir toda responsabilidad. O puede dejar de comportarse como una burocracia dedicada únicamente al bienestar económico y asumir la responsabilidad de sentar las bases de un auténtico proyecto de unión política.
Europeos: un pueblo de burócratas perezosos






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