Gaza: más allá de las palabras
- Federico Grassi
- 3 oct
- 5 Min. de lectura
Crónica de una derrota interior

Apoyar la mano en la puerta de casa, sentirla más pesada que de costumbre después de un día de laburo agotador; saber, sin embargo, que adentro te esperan una cena, una copa y una cama tibia: eso sí que es una sensación hermosa. Ayer, un martes a la noche, te dejaste arrastrar por una noche que no quería terminar y que de hecho terminó con la policía en la Via del Panico a las cuatro de la mañana. El vino y el laburo, al final, se parecen: los dos te consumen. Pero eso no importa. Porque el cuerpo, ahora, pide tregua, pan y silencio. Quiere el rito doméstico que te recompone los huesos después de que la ciudad te hizo bolsa. La luz tenue de la cocina, el cuchillo hundiéndose en el tomate, la salsa que chisporrotea despacio: cosas mínimas que se vuelven escudos. Estás adentro y mirás las fettuccine con tomate, el pinot noir, la mozzarella que llegó de Nápoles, la achicoria, el babá casero. Todo parece dispuesto para vos. Te sentís feliz, o al menos te convencés de que lo estás. Es cierto, tenés que hablar con tu pareja: esos diez días de desencuentros te zumban alrededor como moscas, pero nada que no se pueda arreglar. «Amor, estoy cansado» confesás, sincero, «hace días que no duermo». «¿Por qué?» pregunta ella, con la voz todavía nerviosa. «Desde que nos peleamos no pude dormir.» Es la verdad, pero omitís las piñas, el alcohol y las risas con los idiotas de tus amigos.
Ella te mira a la cara y entiende. No es ninguna tonta, pero hoy le viene bien así: que los problemas se queden afuera un rato, junto con las sirenas y los vidrios rotos. La cena transcurre lenta, entre un bocado, alguna caricia y las paredes silenciosas de un departamento en el barrio más lindo de Roma: es un momento suspendido, frágil casi, en el que todo parece sostenerse en un equilibrio delicado. Después no recordás bien, quizá un mensaje de un amigo, o quizá la tele que quedó prendida en el living, pero no importa: la noticia te llega igual, como un viento frío que golpea la puerta de tu conciencia.
Los barcos de la Sumud Flotilla fueron interceptados a pocas millas de la costa israelí. En las próximas horas, dicen, la marina abordará todas las embarcaciones, obligando a los activistas a detenerse. Muchos serán arrestados y llevados a centros de detención, luego —al menos en teoría— deportados. La sociedad civil ya está indignada: en toda Italia, anuncian, habrá manifestaciones espontáneas, marchas, pancartas, bronca. «¿A esta hora de la noche?», pensás, mientras estás inmóvil y mirás el tenedor suspendido en el aire, con el tomate que se desliza lento. Ella te mira, vos la mirás. «Pasame un poco de mozzarella», dice. «Acá tenés», respondés. Agarrás el vino y lo servís para los dos, sin pensarlo.
Terminada la cena ella te pide hablar. Vos subís la apuesta: decís que te duele la cabeza, que mañana, con más calma, podrán discutir. Explicás que los últimos diez días fueron duros y que ahora solo querés descansar. Ella, probablemente agotada por los mismos motivos, acepta postergar. Pactan una tregua sellada en nombre del cansancio y de la tranquilidad, al menos por esta noche. Y sin embargo, mientras hablan de cosas superfluas, la serenidad de antes ya no tiene la misma luz. Te sentís vacío, pero con un peso encima que no tiene que ver con la resaca ni con las risas. Y en el fondo, a pesar de todo, no podés sacarte de la cabeza la maldita Flotilla.
Se van al cuarto, prenden el televisor y ponen la serie de siempre en Netflix. Todo lo necesario para ser felices. El cuerpo calmo, casi sedado; la mente en cambio sigue inquieta. Los pensamientos no paran y, entre todos, hay uno que insiste: levantarte e ir a la manifestación. Pero algo te retiene: el calorcito de la casa, la mujer que amás, el cansancio y la idea de dormir, por fin.
Dentro de vos, mientras el murmullo de la tele te arrulla y las luces de la pantalla titilan en las paredes, se enciende despacio una batalla dialéctica. «Sería justo ir», te decís. Sin embargo, la Flotilla iba a ser interceptada igual, todos sabían que era una misión destinada al fracaso. El objetivo era la visibilidad, el impacto. Los víveres podrían haberlos entregado a la Iglesia, que se ofreció como mediadora. Hicieron bien, claro. Pero tu presencia ahí, esta noche, ¿cambiaría de verdad algo?
«Sí, pero la puta madre» —te repetís—, lo único correcto sería ir. ¿Qué otra cosa deberías hacer? ¿Quedarte como un boludo frente a una serie que ni siquiera mirás? Las voces te retumban en el cuerpo y en la cabeza. Afuera, los ruidos de la noche y el aire fresco de octubre parecen quitarte la fuerza para levantarte, casi confirmando que quedarse en casa es la elección más natural. Apagás la luz de la mesita, te acomodás en las sábanas. Mirás el televisor sin entender qué pasan, mientras la respiración de tu pareja se hace más pesada. Es cierto: sos un ferviente defensor de la causa palestina. El 4 de octubre vas a estar en la plaza y, si hay enfrentamientos, no te vas a achicar. Te repetís que podrás hacerte valer dentro de unos días, y que, en la vida, al final, hay que elegir las batallas por las que pelear.
El sueño entonces parece convencerse de tus justificaciones: te roza, te acaricia. Y cuando está por tomarte del todo, algo vuelve a golpear tu conciencia.
Esta vez es una pregunta la que te sacude: ¿dónde está la coherencia entre lo que proclamás y lo que hacés? En casa colgaste una bandera de palestina, no te achicás en las discusiones, compartís artículos y posteos en las redes, cambiás la foto de perfil cuando hace falta. Un año antes del 7 de octubre fuiste a la Palestina, a verla con tus propios ojos. Lo repetís a todos: fue un viaje que te cambió la vida, y el pueblo palestino, más allá de los cálculos geopolíticos, debe ser defendido por su condición existencial. «La puta madre», te decís, «¿pero qué carajo estás haciendo ahora?» Agarrás el celular, ese gesto ritual apenas recuperás la conciencia. Abrís Instagram y scrolleás las historias: Milán, la gente avanzando contra la policía; Nápoles, las estaciones bloqueadas; Roma, los manifestantes intentando romper el cordón. Mirás, pero te das cuenta de que ninguna de esas imágenes es del lugar. Son todas re-compartidas, reels, videos de otros. Te decís que podrías hacerlo vos también: una historia, un like, y listo tu apoyo. Mostrás tu activismo, aliviás la conciencia. El camino del medio es el más justo, decía Aristóteles. Sabés por fin qué hacer: tardás diez minutos en elegir la historia más adecuada, la más tensa, el video que muestre la bronca que sentís vos también. Después tocás esa puta pantalla y compartís tu descontento. «Ah, ahora sí que puedo descansar», te decís. Te levantás, vas al baño, tomás un trago de agua, meás. Te mirás al espejo un par de segundos, después te das vuelta de golpe y volvés al cuarto. Las sábanas ahora están más calientes que nunca. Cerrás los ojos y dormís como un nene, satisfecho de vos mismo.
Mientras dormís, sin embargo, algo se vuelve a encender: una pequeña conciencia colectiva vuelve a soplar dentro tuyo. El sueño ahora es directamente una memoria, lúcida y despiadada: del fondo emerge de golpe una de las últimas noches, ese momento en que estabas por salir de casa con tus amigos. Ya estaban en pedo y acababan de terminar de escribir los textos para publicar los próximos días, cuando alguien habló de Palestina. En ese instante de euforia habías tenido un bajón, un malestar, una tristeza repentina que te atravesó todo el cuerpo. No es que antes no supieras lo que pasaba, pero el contraste te había pegado directo en el estómago y en la integridad.
No sabés explicarlo mejor: no era la moral la que trabajaba en vos, sino las condiciones de otros cuerpos en tu carne. Un peso que se volvía más opresivo a cada paso, y que te recordaba que hay quienes están cansados porque no pueden dormir, y no por las muchas aventuras de la noche anterior.
Quienes viven bajo las bombas, quienes cavan entre los escombros para encontrar a sus hijos, quienes esperan horas por un litro de agua, quienes juntan pedazos de carne de sus familiares estallados en la calle. Pero también ahí te justificaste como un cobarde, cediste a la inacción y a la pasividad. Sí, ahora lo recordás bien eso que te dijiste en silencio, mientras bajaban las escaleras riéndose como locos: «Edoardo, quedate tranquilo. La psiquis humana no está hecha para soportar todo el sufrimiento ajeno, si no no podrías vivir. No lo pienses: es un mecanismo legítimo, necesario para la conservación.» ¡FORRO, COBARDE, HIJO DE MIL PUTAS! Eso te pasa por la cabeza mientras dormís. Ves con claridad las mentiras que un pibe de veintiséis años está dispuesto a contarse con tal de esconderse la cobardía que habita en su corazón. En el sueño el desprecio por vos mismo —por la historia en Instagram, por esos razonamientos de pequeño burgués— sube como fiebre. Te sentís pudrirte desde adentro, transpirás, te agitás, y de golpe te despertás. Esta vez no mirás el celular. Con el corazón latiendo fuerte buscás directamente los pantalones y bajás rápido las escaleras.
Pensás solo en el desastre que está ocurriendo en el mundo. En la cantidad de sufrimiento humano que ahora, todo junto, te pesa encima como una piel que no es la tuya, pero que ya no podés sacarte. Llorás, con razón, mientras sacás la cadena de la moto. Te ponés el casco, la campera. «Quien no pone el cuerpo en riesgo, quien no está dispuesto a levantarse de la cama para protestar todos los días, es cómplice», te decís. Cómplice de este genocidio. Genocidio, repetís la palabra una y otra vez. Recién ahora reconocés su peso, la distancia que le atribuías, la forma en que la ligabas a algo del pasado, algo que no te pertenecía; ves sus efectos reales, su significado, sus consecuencias. Ya no es un término lingüístico, sino carne destrozada. Te preguntás entonces por qué tanto dolor, y no sentís odio por un pueblo, sino por un Dios en el que nunca creíste. Corrés como si no hubiera un mañana —y para muchos, de hecho, no lo habrá— y mientras tanto ves con una lucidez que por fin te parece verdadera.
Frente a nosotros se está consumando la mayor tragedia de nuestro siglo. Si no logramos unirnos y movilizarnos, si no sabemos escupir sobre nuestras comodidades ni siquiera ahora, temo que la humanidad tenga por delante un destino oscuro. Te sorprendés pensando que, quizá, esta tragedia sea también un umbral. Inmediatamente sentís el peligro de ese pensamiento, el cinismo que lo atraviesa. Y sin embargo seguís. En este tiempo en que lo verdadero y lo bueno están muertos, en que todo discurso se disuelve en una opinión o en cualquier interpretación, acá queda una verdad que roza lo absoluto. Esta es la batalla que necesitábamos.
Borges escribía que la verdad habita en los laberintos, en los espejos, en las invenciones que se pliegan sobre sí mismas. Quizá sea así. Pero hoy de los laberintos de Borges no sabés qué hacer, porque tenés delante de los ojos algo imposible de no ver. Lo reprimido siempre vuelve, lo que la conciencia no quiere saber encuentra igual la forma de reaparecer, deformado, alucinado, en los sueños y en los síntomas. La verdad hoy existe y es terrible: lo que está pasando, lo que Israel está haciendo, es el Mal. No hay justificaciones, no hay historia que pueda absorberlo, no hay sueño que lo endulce. Es una absolutidad que nos interroga, que nos quema, que desgarra nuestra capacidad de quedarnos quietos.
Llegás a Piazza Barberini y mirás el reloj. Son las tres y media de la mañana, la plaza está desierta. En el suelo solo banderas abandonadas, bengalas apagadas, papeles sueltos. Al fondo, detrás de la curva, resiste todavía un reflejo de luces azules. Por lo demás nada. Llegaste tarde. Demasiado tarde.
Gaza: más allá de las palabras






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