La pequeña conciencia popular
- Ferdinando Petrarulo
- 29 sept
- 4 Min. de lectura

Dios ha muerto y todos somos huérfanos en busca de una casa. Me lo repito cada día mientras hurgo entre la mierda. Que me perdonen los bienpensantes con un beso en la frente, pero de mierda se trata. No porque quiera poner a merced del lector un marcado sentimiento nihilista, sino para decir las cosas de la manera más directa posible.
Dios muere cada día sepultado por la mierda del mundo que rodea a un chico que roza el cuarto de siglo. Me lo explicó un amigo: nos estamos dando cuenta de que ya no somos los privilegiados de la historia. Estamos familiarizándonos con una idea muy simple: no vivimos el paraíso terrenal que nos prometieron a golpe de nuevos modelos de iPhone; no es una época menos difícil que aquellas a las que siempre miramos con cierta soberbia y superioridad injustificadas.
Llegamos completamente desprevenidos a la gran decepción. No es El Dorado lo que tenemos por delante y nuestro sistema de valores no es lo bastante sólido como para tranquilizarnos. Por eso Dios sigue muriendo cada día: porque en vida no sabemos conservarlo. Estábamos ocupados viviendo el sueño. Ahora es momento de escupirnos la verdad encima, gritárnosla mutuamente: hemos estado demasiado distraídos por la burbuja acolchada como para formar ideales lo bastante fuertes que nos permitan enfrentar, sin consecuencias, la gran decepción, hoy más cercana que nunca. Creemos en nada y creemos en todo; hoy hacemos nuestras ideas en las que mañana dejaremos de confiar. Todo nos importa y nada nos importa, porque así debe ser y pobre del que se anime a lo contrario.
Hasta ahora nos fue incluso mejor de lo que esperábamos y luego llegó la oscuridad. El mundo a nuestro alrededor nos engañó durante demasiado tiempo; ahora nos pasa factura: creímos en un sistema al borde del precipicio. Los mecanismos están llenos de grietas y el colapso nunca estuvo tan cerca de nosotros. Sólo ahora nos damos cuenta de que quizá tendríamos que haber cultivado algo más que nuestra huertita hecha de noches tech house y carruseles donde meter la foto de un viejo en la playa entre las del culo para mantener a raya los niveles de pop alternativo. Todo está perdido, pensará el lector amigo, pero no es así.
Porque, mierda aparte, la historia siempre da una segunda oportunidad. La nuestra llegó tarde, pero llegó. Y es una oportunidad disfrazada, de esas que no reconocés de inmediato. No se trata de un llamado a las armas, todavía no, quizá. Más bien el principio de una toma de conciencia que costará más de un trauma. Nos gustó el tibio abrigo de la tranquila noche del “consumí, total del mundo ya se va a ocupar otro”, y no habíamos previsto tener que abrir los ojos y encarar el amanecer de un nuevo sentimiento popular. No pensábamos que íbamos a tener que volver a pensar, pero así debe ser.

De las generaciones anteriores tomamos prestado el único salvavidas a nuestro alcance, la única verdadera oportunidad de redención: reunirnos en grupos de interés, cualesquiera que sean. Cambiaron las formas, pero se mantuvo el compartir. Del arte a la música, pasando por el cine o la literatura. Del asociacionismo estudiantil a las comunidades sociales de todo tipo. Sea cual sea el ámbito del que hablemos, hemos seguido, por suerte, reuniéndonos alrededor de muchos fueguitos que siguen ardiendo. Tímidos o encendidos, arden. Y hay que aprovecharlos para un nuevo gran objetivo. El resurgimiento de mi generación está todo acá.
La movilización general contra el genocidio en Gaza es el ejemplo exacto, el manifiesto que sustenta esta reflexión generacional. Nos dimos cuenta de que hay causas mucho más grandes que la huertita de siempre capaces de mover la conciencia de cada uno, de convertir cualquier microrrealidad en la que nos hemos reunido en un solo gran viento. Pocos se quedaron mirando. El resto, por más que el estéril debate ideológico siga siendo un obstáculo importante, se movilizó.
Es el momento en que debemos tomar conciencia de un nuevo nacimiento. Sea espíritu de emulación o no, lo importante es que haya un fin común, un único gran faro. La semilla de la nueva, pequeña conciencia popular ha sido plantada. No estamos hablando de un proceso de riesgo cero, y mucho menos de fácil realización. Generaciones que de verdad cambiaron la historia antes que nosotros tuvieron que pagar un precio mucho más caro de lo que podamos imaginar. Hay quienes pagaron con sangre, quienes dedicaron su vida a cambiar las cosas. Nuestro momento es ahora; de lo contrario, el abismo.
Ya no tenemos alternativas. Estamos en una nueva fase de nuestra vida como animales sociales. Le entregamos todo nuestro yo al sistema esperando obtener lo mejor a cambio; nos devolvieron lo peor. Pensábamos que alguien, en nuestro lugar, tarde o temprano, pensaría en el mundo. No sabíamos que, por fuerza de las cosas, nos iba a tocar a nosotros, y ahora la llave es una y so
lo una. Reconvertir todos los grupos de interés que hemos creado hasta ahora creyendo que cultivábamos hobbies o pasiones marginales frente a la realidad. Reconvertirlos en muchos pequeños movimientos juveniles con su propia conciencia ideológica, con un único gran fin último: reapropiarse de lo colectivo. Unir todos los fueguitos en un solo gran incendio. A pesar de quienes, claro que sí, desean el colapso, porque donde hay crisis, sea social o económica, hay especulación.
Muchas pequeñas ráfagas: así había descrito a mis coetáneos algunas líneas más arriba. Ahora lo mío es un llamado: que las ráfagas se conviertan en una sola tormenta, que se levante el temporal, que se levante más fuerte que nunca.
Solo así podremos sobrevivir a un período histórico de decadencia del pensamiento. En el que el ideal y el valor no son más que ramas desnudas en busca de sangre nueva. Dios murió en tiempos de Nietzsche, luego en tiempos del joven Guccini y seguirá haciéndolo por mucho tiempo más. Nosotros podemos salvarnos de todo esto. Solo soplando fuerte, juntos, como jamás hubiéramos pensado que tendríamos que hacerlo antes de que el mundo que conocíamos se fuera al carajo.







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