LUZ ROJA
- Giancarlo Garnei
- 13 jul
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 26 jul

Luz roja: me había frenado. Dentro de mi Toyota se respiraba olor a mierda: estaba laburando, ya casi había terminado. Pensé: “Acelero, me meto al gimnasio y después directo a casa”. Aunque era jueves, esa noche teníamos planeado ir a escuchar música a un bar del centro, tipo a las once. Fue después, cuando ya había terminado con los ejercicios, que me empezaron a entrar mil llamadas de Bruno:
—Cobra, ¿dónde estás? ¿Cenamos algo?
Yo, que me había dado cuenta de que venía con depre desde hacía cinco meses, acepté sin dudar. Salgo del gimnasio y miro a mi alrededor —¿dónde se metió este? Estaba cruzado sobre las rayas, justo donde había una luz roja y varios autos parados esperando el verde. Ni hablar, lo alcanzo mientras llueven bocinazos. Abro la puerta: se estaba cagando de risa, escuchando a Niccolò Paganini, el grandísimo boludo. En la mano tenía dos botellas de vino ya abiertas, y me dice:
—Che, loco, fui a una degustación de vinos… estas van para la cena, ¿sabés?—Bárbaro, entonces vamos a cenar a casa —le digo yo.
Después de comer salimos caminando para el teatro, tirando una cantidad de boludeces en el camino: minas, fútbol, cómo se hace el helado. Él había agarrado hacía poco un bar con heladería, así que me venía explicando cómo producía su helado, y que lo iba a vender también con un food truck, además del bar. El producto final se iba a llamar “Bruno’s Cream”. Después nos clavamos una charla rápida sobre Marx y, en especial, sobre quién era el verdadero filósofo del siglo XIX. Y llegamos.
La puta madre, solo en la cena nos habíamos bajado cuatro botellas de vino entre los dos —dos blancos y dos tintos— y después, tres o cuatro vasos de whisky cada uno mientras fumábamos un porro en el balcón. Yo pensaba que ya estaba mamado, pero en realidad venía bancándomela bastante bien, me di cuenta apenas salimos de casa y dimos los primeros pasos.
Teníamos cita con el resto, pero cuando llegamos, éramos los primeros.

En veinte minutos:
Otra botella de vino. Y también la bajamos. Eso, justamente eso, no me lo esperaba: pensé que la íbamos a compartir con todos —todavía no había entendido nada.
Se nos acercaron dos minas de unos cuarenta años, medio raras, que de hecho estaban buscando merca. Incluso nos ofrecieron coger. Por un segundo temí que Bruno aceptara: eran dos faloperas sin pelo ni dientes.Faltando poco para que se cumplieran los veinte minutos, entra el famosísimo actor Riccardo Scamarcio. Y Bruno lo ve y arranca al toque, como si lo hubiera estado esperando toda la noche. Se levanta, va al mostrador, se planta al lado del tipo y le dice:—Riccà, necesito que me digas algo. Pero de verdad, ¿eh?... ¿Cuántas te garchaste?El ojo de Bruno en ese momento era 100 % napolitano, en esa pregunta exacta. Tanto que Scamarcio le preguntó si era del sur.—Afirmativo —le contestó Bruno.Yo ya me estaba cagando de risa. No podía disimularlo ni a palos.
Me encanta salir con Bruno porque está completamente loco. No es de esos que se clavan en la mesa tomando trago tras trago. Él es dinámico, tiene siempre como una lista de cosas para hacer, incluso cuando sale.Los dos, mientras Scamarcio hablaba, mirábamos el reloj. Y al final de la noche, nos confesamos ese pequeño deseo secreto de afanarle el reloj. Lo podríamos haber hecho sin mucho drama.
La concha de la lora, había llegado el calor a la ciudad y Roma se estaba redescubriendo: noches al aire libre, jardines, lugares hermosos —en verano en Roma incluso podés ir a escuchar música en las malditas termas de Caracalla. Esta ciudad revive.
Nosotros, en cambio, estábamos encerrados, en un boliche de invierno, donde se fuma adentro y se suda.
Al minuto veinte, siempre del primer tiempo, ahí aparece Valerio. Nos había encontrado afuera fumando un pucho, ya no dábamos más del calor y por eso habíamos salido.
Valerio agarra la calle angosta del bar con el scooter a unos 70 por hora y frena a un centímetro de Bruno, que estaba tan en pedo que se comía el motito en la cara sin inmutarse. Y yo con él.
Bruno, por ejemplo, hacía años que no se ponía en pareja. Podía parecer un chabón superficial, pero no lo era. Había estado de novio en serio una sola vez, y esa vez yo vi a un tipo enamorado. Después, no creo que le haya vuelto a pasar.Ahora tenía como una especie de novia, pero que para todos nosotros no era más que un flashada pasajera.
Me había dicho más de una vez —mínimo tres— que había visto al diablo en la cara.
Desde hacía un mes, más o menos, había empezado como una especie de rehab: poca o casi nada de falopa, mucho alcohol, ejercicio físico al menos una vez por día, pesas... y en ese quilombo había conocido a esta mina.
Me venía gastando desde hacía dos meses porque yo había estado con una mina, en un modo que él quizás veía como algo fijo, pero que en realidad era apenas una relación tranqui.
Decía:—El Cobra encontró su media naranja, ¿y quién lo ve más?
Y me imitaba:—Esta noche salgo, pero tarde no estoy, me voy para las doce, ponele la una.
Y se cagaba de risa.
Él sabía que yo era su ladero, aunque no necesitaba a nadie para levantar, pero claro, si yo me iba a la medianoche, le faltaba el socio con quien seguir hasta el amanecer.
Digamos que ahora, con esta piba nueva, me estaba pagando con la misma moneda.
Igual, todo eso no frenaba su sed de concha: podía tener fiebre, estar lastimado, estar de novio, sin auto, sin un mango... nada lo paraba.
Parecía que esa noche quería empedarse de conchas y cogerse el alcohol, por el ritmo que llevábamos.
Valerio, en cambio, estaba tranquilo. El médico le había dicho que bajara un cambio.
Desde hacía un tiempo me venía contando cómo de a poco estaba aprendiendo a regularse, a no entregarse del todo a esa sed nocturna que lo agarraba todos los días.
Era un tipo lleno de interrogantes, y esa era una de las cosas que más admiraba de él.
Tenía como una red mental donde atrapaba e iba enredando sus preguntas durante días, hasta digerirlas del todo.
A veces lo había visto completamente tomado por esas preguntas, y en esos momentos no podía hacer otra cosa que intentar responderse. No podía pensar en nada más.Esas preguntas eran de todo tipo. Algunas existenciales —estaba tratando de entender por qué carajo quería morirse viviendo al mango—, otras más simples, de economía o política.

Al rato cayeron todos, amigos y amigas.
Obvio que alguno faltaba —siempre falta alguien, lamentablemente—: uno que vivía en Milán, otro en Bélgica, otro en Buenos Aires.
Pero de los que estaban ahí, no faltaba ninguno.
Ya debía ser el minuto 35 de esa “partida” —yo ya la sentía como una final de copa— cuando me encuentro a Brunello en el mostrador, “trabajando”.
Se había levantado a dos gringas con ese savoir faire que solo él tenía.
La puta madre, si hubiera sabido a lo que nos íbamos a enfrentar, me ataba las manos.
Así arranca una charla bastante agradable con las dos.
Teníamos todo bajo control: los tragos justos, las frases justas, las caras justas. Eran nuestras.
¡Pobres boludos!
—Bueno, vamos a mostrarles un poco de Roma a estas extranjeras —digo yo.
Bruno, un tipo de acción: abre la heladera del bar donde estábamos con ellas, saca una botella de vino, la cierra y se va. Rigurosamente sin pagar.
Esa botella nos la tomamos en la fuente del Acqua Paola, donde no había nadie más: las chicas se habían sacado los zapatos y caminaban descalzas sobre la cornisa de mármol blanco que rodeaba la fuente, con Roma desnuda enfrente.
Después de terminar esa botella, y de mirar un rato más la ciudad, nos vamos para mi casa.Apenas entro, me pongo a preparar cuatro vodka tónicas. Tenía todo: shaker, cucharitas, dosificadores.
Bruno prende el equipo y pone cumbia.
Nos movíamos al unísono, en una armonía perfecta. Música, puros y puchos.
En la promiscuidad más total, lo veo a Bruno al fondo del cuarto caerse de rodillas y después de jeta contra el parquet. Headshot.—Mierda —grito yo. Y me derrumbo.
Arranca el segundo tiempo: cuando el partido se pone jodido, ya sabés. Diez de la mañana.
Cuando nos despertamos parecíamos unos idiotas: pálidos, sin poder articular bien las palabras, con un gusto horrible en la boca, y, sobre todo, moviéndonos en cámara lenta.
Bruno parecía entretenido con la situación, el muy hijo de puta ya lo había entendido todo.
Yo todavía no terminaba de entender qué carajo había pasado, y cuando se dio cuenta, me largó:—Te afanaron, Loré.Y se cagaba de risa.
Yo trataba de pensar como podía, con mil cosas en la cabeza. ¿Por qué me afanaron solo a mí y no a él también?
Él seguía riéndose, yo ya me estaba empezando a calentar, y le digo:—¿Pero de qué mierda hablás?
Y él se reía aún más fuerte, mientras jugaba con las llaves del auto.—Querido Cobra, mirá, anoche estaba tan en pedo que dejé la billetera y el celular adentro del auto cuando estacioné y subimos a tu casa.
Ahí se me cruzaron los cables. Se armó una pelea en cámara lenta, por culpa de la droga que nos habían metido la noche anterior. Creo que lo puteé en todos los idiomas. Me sentía más pelotudo que él. No sé por qué, pero hubiera preferido que lo hubieran afanado a él también. Mal de muchos, consuelo de giles.
Burlón como nunca con la suerte, Bruno me acompañó a la primera comisaría para hacer la denuncia, aunque no estaba muy de acuerdo y no paraba de repetir que no hablara con la policía. Me esperó afuera, sentado en el auto estacionado en la calle. Me dijo:—¿Pero vos estás loco? Ni en pedo entro ahí adentro, Loré. Me estaba desinflando la bronca. Esa manera suya de tomarse la vida con liviandad era algo que yo admiraba muchísimo, sobre todo en los momentos en que me sentía roto. Y este era uno de esos. Yo me sentía un boludo, un pibe inmaduro. Él, en cambio, andaba con el pecho inflado y le chupaba todo un huevo.
Me acuerdo que esa mañana yo estaba desesperado por entender qué droga nos habían dado sin que lo supiéramos. Y él, lo único que quería era ir a desayunar.
Me había quedado solo: en el silencio que sigue a la última botella vacía y al último grito ahogado, solo queda la vergüenza.
No la que te sonroja, sino la que te cava por dentro, la que te pesa en el pecho como plomo, que tiene la cara de cada error y el sonido de cada piña dada por demasiado poco.
La vergüenza no olvida, no perdona: se te sienta al lado en la oscuridad y te mira vivir.
Es un castigo sin tribunal, una cicatriz que no se ve, pero que arde. Y cuando todo calla, ella habla más fuerte. Y vos escuchás.

No sé por qué esta historia debería ser contada.
Un hombre vive, en promedio, treinta mil noches, treinta mil atardeceres, treinta mil oportunidades de cambiar. Una sola noche, por más que esté manchada de sangre y remordimientos, no puede reescribir todo un libro.
Es apenas una página torcida, no el cuento entero. La vergüenza muerde, sí, pero no tiene derecho a condenar para siempre. Una sola noche no alcanza para destruir una vida, si a la mañana siguiente uno tiene el coraje de mirarla de frente. Se convive, se cambia, se sigue.
Porque ningún destino está escrito con un solo error.
Mientras el corazón siga latiendo, todavía hay lugar para una noche más.
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