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LA ROCA


LO SCOGLIO

El silencio llenaba el valle, y los pocos caballos, en pequeños grupos, movían las colas con desgana, como si quisieran romper la monotonía de aquella tarde otoñal. Noviembre, en estas latitudes, siempre llega de la mano de un cielo metálico, un mar de acero  listo para descargar lluvias de proyectiles. Es un regalo para quienes aman la estación fría, para quienes logran sintonizarse con sus frecuencias sin esfuerzo.

Desde el coche no había podido apreciarlo, aplastado como estaba entre el crepitar de la señal de radio y la concentración que exigen las carreteras de estos paisajes de montaña. Carreteras que no perdonan, inhóspitas como quienes las recorren de vez en cuando a lo largo del año, parecidas en eso a los pocos habitantes del lugar.

Las ‘cosas’ no tienen alma, son neutras en sí mismas: a veces somos nosotros quienes le agregamos un toque de humanidad. Lo mismo ocurre con los caminos: los diseñamos pensando en el momento en que los recorreremos, adoptamos estrategias para hacerlos menos hostiles, menos indiferentes a nuestro paso.

Eso no puede decirse de los caminos que recorría yo aquella mañana, alejados de toda civilización y trazados a la fuerza, con gran molestia de la montaña, sobre una ladera rocosa. Van más allá de la impasibilidad: se diría que son deliberadamente inhóspitos, manifiestan abiertamente el fastidio que les provoca nuestro paso. Parecen tener un alma vengativa.

El conductor que los recorre durante la típica excursión dominical de primavera es la víctima elegida, cuando regresa del restaurante donde  ha pasado horas encerrado, medio borracho y (in)satisfecho. Ha comido, ha bebido, ha hablado (demasiado, como suelen empujar a hacerlo el vino y la superficialidad); quizá incluso haya tenido relaciones sexuales en ese nicho infame, viejo y destartalado que es su auto. Y ahora, directo a casa... que mañana suena temprano el despertador. Arranca. Empieza una escena lamentable, que mueve a compasión: lo posee una fiebre nerviosa; conduce con sacudidas, a tirones, sin precisión. Las primeras curvas las deja atrás, indemne.

Su mujer, en el asiento del lado, refunfuña - no precisamente en voz baja- : quiere que él la escuche, sí, pero al mismo tiempo teme que un reproche demasiado evidente solo empeore la situación, alimente la histeria que sacude a este frágil cincuentón. Criticarlo abiertamente, en la práctica, sería como apuñalar de muerte a dos figuras clave de su autoimagen masculina: la de conductor impecable y la de hombre que siempre lo tiene todo bajo control.

 

“Mi amor, por favor…” suspira, rozándole la mano. A veces frágil, jamás ingenuo: él sabe perfectamente que estas caricias son para endulzarlo; huele a la legua la poca confianza que ella tiene en sus habilidades como conductor. ¡Se está poniendo en duda su mismísima masculinidad! Media hora antes discutieron (como siempre) por los mismos pretextos de siempre, que solo sirven para encubrir el deseo de venganza por algo que ninguno de los dos se anima a declarar abiertamente (como siempre).¿Y entonces? “Sí, me está cargando… mirala, no confía, la conchuda.” Reacción: con un manotazo rechaza la caricia, resopla como un toro, contrae aún más los músculos.

Afuera, la ruta: tosca, irregular, helada… pero también cruel, rencorosa, asesina. En silencio, observa y espera. Un mínimo paso en falso. Un cambio de marcha demasiado lento. Un frenado demasiado brusco. O que alguno de los dos le pegue al otro soltando por un instante las manos del volante.

Quien observara la escena desde el borde del barranco que se abre, aterrador justo debajo, podría casi ver la sonrisa hambrienta del depredador a punto de atacar y despedazar. El momento fatal: el vacío, los gritos, las chapas convertidas en prisión de cuerpos inertes.


LO SCOGLIO


Apagué el cigarro. Las curvas cerradas seguían subiendo, el paisaje, siempre igual, no ayudaba a mi memoria claudicante. “Aquí debería empezar el tramo recto, allá arriba, en la cima de la montaña…” murmuraba entre dientes conmigo mismo, mientras los recuerdos empañados por el tiempo se hacían cada vez más borrosos.

No solo había pasado demasiado tiempo: estaba comprobando que apenas había logrado retener algo de aquellas experiencias pasadas. Me dolía admitirlo, un dolor físico.  Y cuanto más me convencía de que no recordaba gran cosa de esos lugares, más fuerte se hacía el deseo de adivinar un detalle, reconocer un árbol centenario, una pequeña capilla, un cartel que señalara el inicio de una senda de montaña recorrida, quizás, muchos inviernos atrás.

 

‘Recordar’ no es la palabra. No, no se trataba solo de ‘recordar algo’ como se hace con una fecha o una cita. Aquí, los recuerdos eran materia animada, un magma vital: todo lo que daba sentido a una vida vivida entre estos valles y estas montañas. Rescatarlos del mar de los años significaba rendir homenaje al tiempo y a la vida que había dejado en estos lugares; a la parte de mí que se había quedado, para siempre, allí.

 

Paré el auto. El pánico me cortaba la respiración, y en la garganta se me subía ese nudo de sangre que anuncia el llanto. “Si no te quedó nada, si no lograste retener nada, es porqué atravesaste este tramo de vida como un fantasma. Aquí no dejaste huellas, así como estos lugares no las dejaron en ti.” Me repetía en voz baja. La frialdad altiva con la que era recibido me helaba la sangre, Me sentía clandestino en una tierra ajena, observados por miles de ojos chismosos y juzgadores.

 

Pasó el tiempo, bastante, a decir verdad. Decidí bajar del coche y seguir a pie el camino que conducía al pueblo más cercano, cuyo nombre aún (ese sí lo tenía presente: la carcasa inerte de una realidad viva hecha de sangre y nervios. Y eso era, exactamente, lo que buscaba). Fue un gesto instintivo y, sin embargo, totalmente cociente. Había sido a pie como, de niño, recorría esos caminos: pisar las huellas que había dejado en la tierra quizás encendería de nuevo el recuerdo.

 

El aire fresco y cortante me penetraba los pulmones, las piernas repiqueteaban ansiosas por alejarse del borde de la carretera y adentrarse en el límite del bosque. A medida que avanzaba, el llamado se volvía más intenso hasta convertirse en una necesidad física. Una ráfaga de viento empujaba hacía mí el perfume del sotobosque: olor a tierra árida que recibe, con espíritu de sacrificio, los pasos de los caminantes; olor a hojas de robles y castaños que hacen de alfombra; olor a musgo que cubre las piedras desnudas.

 

El andar se volvió oblicuo; empecé a caminar como se camina cuando uno quiere acercarse a un animal desconfiado sin hacerlo huir. Sentía con una lucidez inconsciente que solo un vagabundeo sin rumbo, sin intención de ir directo al punto (¿qué punto? aún no me lo había preguntado) podía devolverme ese destilado de memoria que esos lugares habían estado guardando para mí.

 

Vagabundeos así devuelven la esencia de un paraje porque el caminante se predispone a recibir todo aquello que, por azar, ese entorno le ofrece.

Son paseos casi irreconciliables con la vida cotidiana: no hay etapas que cubrir de forma secuencial ni con determinación. En la vida uno conduce, en el vagabundeo, en cambio, uno es conducido.

Fue sin darme cuenta que me encontré ya bien adentrado en el bosque, rodeado de árboles y de recuerdos que, por fin, parecían resurgir desde el fondo de un océano, borrosos, coloreados, cada uno reclamando un fragmento de mi atención.

Al desapego con que había sido recibido, al principio, y que me había helado la sangre, le sucedió un calor parecido al de esas bienvenidas festivas y desbordantes que se reciben en ciertas celebraciones familiares.

Me encontré totalmente desbordado por las emociones con la mente tan alterada que más de una vez tuve que tocar la corteza de los árboles que cruzaba en el camino. solo para asegurarme de que aquello era real. “Aquí están… aquí están las huellas de tu paso…No podía haberse borrado todo, algo se salvó….”


LO SCOGLIO


¿Para qué saliste a buscar tu auto un feriado a mediados de febrero y viniste hasta aquí? ¿Por qué salir como un loco de tu departamento - nada en el estómago salvo un café tragado a las apuradas y, como siempre, medio dormido -, correr a la calle, buscar el coche estacionado quién sabe dónde, encender la radio antes que el motor, embrague, primera segunda y ya está, el paquete de cigarrillos comprado la noche anterior terminado durante el viaje …hasta este bosque? Sentiste que casi te habías obligado a hacerlo. La prisa fue solo un pretexto para no pensarlo demasiado.

 

A fuerza de caminar, llegué al pequeño claro que se abría, plano, en la cima del monte que dominaba el pueblo. El diminuto santuario, el banco de piedra, la mesa rústica de madera donde, en primavera, las procesiones religiosas venían a morir entre copas de tinto y alguna blasfemia inocente mascullada en voz baja. Se había abierto una brecha entre las nubes: el sol tomaba impulso y corría por ella, lanzándose de lleno sobre la explanada.

La pregunta seguía aún sin respuesta. ¿Por qué volver?

 

Los recuerdos que antes me habían arrasado, una ola en el medio del bosque, estaban ahora ahí, frente a mí, bajo la luz del sol. Entre rostros e historias que desfilaban, buscaba la respuesta a mi pregunta.

La hermosura del paisaje, la casa familiar viniéndose abajo, la pandilla de amigos dejada atrás al borde de la adultez: todo esto se parecía más a un pretexto, demasiado superficial para explicar algo que intuía, más con el olfato que con la razón, como un punto de inflexión, una rendición de cuentas existencial.

Seguía repasándolo todo sin moverme. Hacía apenas unos meses, había estado allí con ella, y le había mostrado todo lo que conocía sobre esto paraje. Quería entrelazar hilos y tejer una red que nos uniera también en eso, además de todo el resto: eran lugares importantes para mí

 

Razonar con uno mismo puede resultar aburrido, al menos al principio. Siempre hay una barrera que superar, un colchón de seguridad que la mente dispone para proteger las cuerdas más delicadas del alma. Es un mecanismo ingenioso y sabio: la voluntad querría ir directa al grano, pero las manos de la mente deben ablandarse y volverse carne, antes de tocar y manipular ciertos objetos del pensamiento.

 

Le daba vueltas, formulaba hipótesis. Me di cuenta de que, en mi pensamiento, había trazado una espiral: una pocas horas antes, estaba lejos de  de comprender, sacudido emocionalmente por la búsqueda frenética de recuerdos que parecían desgastados; poco a poco, había logrado evocar y enfocar experiencias concretas, personas, relatos. Ahora me sentía cada vez más cerca de captar la esencia de aquel viaje, interior tanto como exterior.

 

Inmóvil en el banco y entibiado por el sol, tuve clara la sensación de que la distancia y el hielo que al principio había percibido entre yo y estos lugares tan familiares, no habían desaparecidos. Seguían ahí, al margen, pero aún presentes. Sudaba, envuelto en mi abrigo y bañado por el sol, pero por dentro el hielo  seguía haciéndose sentir. Era el frío de la ajenidad: un vidrio transparente pero sólido que se interpone entre personas que alguna vez  fueron cercanas y ahora son extrañas, separadas por el tiempo e por el orgulloso rechazo a dar el primer paso hacia la reconciliación.

 

Ya no lograba concentrarme en los recuerdos y dirigí toda mi atención hacia mí mismo.La pregunta, inmutable.

 

¿Por qué conducir cientos de kilómetros para llegar justo aquí? ¿Por qué viajar marcha atrás hacia memorias de hace tantos años? Hasta ese momento había estado buscando apoyos que me llevaran directo al hoyo: había estado evocando lugares, rostros, historias, senderos, amores, procesiones, peleas.

Ahora, inmóvil en mi banco, y mirándome el ombligo, me pregunté si, en el fondo, seguía siendo aquel chico que solía correr de un pueblo al otro. Esta pregunta por más gastada que suene – como también su respuesta -,   no lo es. No lo es si entendemos que apunta directamente a ese núcleo duro y profundo que moldea nuestra identidad: ese núcleo que, mientras todo a nuestro alrededor y dentro de nosotros cambia y evoluciona, permanece intacto.

La roca que vemos de niños, allá en medio del mar, mientras construimos castillos de arena, y que volvemos a encontrar, ya ancianos, una tarde cualquiera de invierno, cuando no tenemos nada más que salir a caminar donde el aire es bueno.

No todas las rocas son iguales, no todos los núcleos son igual de firmes y estables en sí mismos.

Lo habías vivido en carne propia, y a un precio altísimo, desde siempre, pero solo en los últimos años lo habías comprendido de verdad. Un proceso que llevó toda una vida, lleno de giros e inversiones, pruebas y adaptaciones. Solo al final habías entendido.

 

Que no tenía sentido traicionarte a ti mismo para complacer a los demás, incluso si eso te resultaba cómodo a corto plazo. Que ser odiado es un problema, pero que ser amado por todos es uno aún mayor.

Que no podías seguir viviendo según los valores ni la aprobación ajenos. Tenías el deber de ser auténtico: esto te haría vulnerable, sí, porqué serías deliberadamente indefenso y honesto, pero también, por fin, te sentirías vivo, justo y coherente.

 

Que ser auténtico te resultaría difícil al principio, te generaría tensión, pero al final la gente te respetaría.Percibirían que estaban en contacto con la versión más profunda y honesta de ti, y admirarían tu valentía al cambiar de forma radical. Y, en ausencia de todo eso, te quedaría al menos la aprobación de ti mismo, por haber sido finalmente capaz de ganarte tu propio respeto.

 

Que tenías que trasladar tu lugar de control: dejar de buscarlo afuera y empezar a construirlo dentro de ti.

Que habías sido incluso egoísta, la burla suprema, la victima convertida en verdugo. ¿No habías, al perpetuar aquel crimen cometido contra ti, impedido durante años que quienes te conocían pudieran establecer una conexión profunda contigo? ¿No le habías negado la posibilidad de experimentar un amor puro e incondicional hacia ti? ¿De ver y tocar tu versión auténtica?

Con ellos habías intentado tender puentes, establecer vínculos, unir soledades en nombre de algo más grande. ¿Había sido todo una farsa? ¿Les había mentido? ¿Te habías engañado a ti mismo?

Sí, ahora los sabías con certeza. Todos, uno por uno, tú incluido, víctimas de ese egoísmo trágico.

Es cierto: todo lo habías hecho para sentirte seguro, para ver reconocidas ciertas necesidades tuyas; te habías dejado llevar y habías olvidado quién eras.

La vida interior sigue trayectorias que nadie conoce. Más que reglas, tiene tiempos propios. Las tramas de esta vida, la trama del alma podríamos decir, se mueven en silencio y nadie puede ver cuánto falta para el próximo giro. Tal vez porque lo que alimenta la existencia son, sobre todo, pensamientos, impresiones, sensaciones, reflexiones inconscientes. Vives, haces experiencias: todo sedimenta en el fondo del alma como partículas minúsculas que, con el tiempo, hacen subir el nivel del agua hasta desbordarla, provocando el cambio.

 

Habías llegado allí arriba sin saberlo, en un día cualquiera, para despedirte de tu antiguo yo.

Y esos lugares lo contaban bien: tú seguías allí, en los senderos, en los árboles, en las calles, en los campanarios, en los prados y en los ancianos del pueblo. Era una despedida.

Aquel frío distanciamiento que habías sentido al principio era la extrañeza ante todo lo que habías sido. Era odio.

Odio hacia tu vida anterior, hacia los años vivido en el engaño y en la mentira.


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