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LA LIGA ANTIALCOHOLICA

Actualizado: 10 nov

Liga Antialcohólica
Liga Antialcohólica

Confieso que desde hace un tiempo había empezado a oír cosas que nadie había visto ni oído jamás.

El día se me hacía borroso por tantos compromisos, me estallaba la cabeza y caminaba sin mirar. Vi un bistró con cortinas rojas, desteñidas por el sol; entré y pedí de comer.


La carne estaba buena; la ensalada, no: adentro había un caracol vivo, todavía movía las antenas. Llamé al mozo.—Mire acá.Él miró.—Terrible, señor. Tome lo que quiera, invita la casa.Asentí sin decir nada, pero pensé: ahora me pongo en pedo. Y así fue: una copa, dos, tres, cuatro. La cabeza liviana y las citas desaparecieron.

A las cuatro yo tambaleaba en Place de la Concorde: dos gendarmes me pararon.—Papeles.—Oui, monsieur, pas de problème. J’ai mangé un escargot sans maison.Se cruzaron una mirada cómplice y me empujaron al patrullero. Me llevaron a una celda que apestaba, la famosa “celdita”.


A las seis y cuarenta y cinco llegó Mike a sacarme. Habló poco, pagó la multa y salimos. Caminamos en silencio hasta una brasserie donde íbamos a cenar: Le Caporal, en rue de Rivoli. Manteles a cuadros, mesas apretadas y olor a bourguignonne en el aire. Pedimos carne y vino. Yo fumaba y él me clavaba la mirada.—¿Qué pasó, Jay?—Un caracol vivo en la ensalada. ¡Increíble!—Y entonces te mamaste.—Sí, me invitaron a tomar para disculparse.—¿No podías no tomar? ¿O tirar la ensalada? ¿O que te inviten el almuerzo?—Claro que podía.—¿No podías levantarte e irte?—También podía.—Pero no, vos preferís terminar en cana.—Exacto.


Tomamos vino fuerte. Él me miraba con bronca; entendía que un poco me lo estaba cargando.—Sos ridículo —me dijo.—Tal vez.—No “tal vez”; sos ridículo. Yo dejo el laburo y vengo a sacarte, y vos te me reís en la cara.—No te pedí que vinieras.—Entonces la próxima te quedás adentro.—Hacé lo que quieras.—No entendés un carajo, Jay.—Entiendo que el caracol estaba vivo y que me invitaron a tomar.—No, Jay, no entendés un carajo.—Gracias, Mike; menos mal que existís vos, que nos explicás cómo vivir —le dije con tono sarcástico.

Él golpeó la mesa con el puño y las copas vibraron; la gente se dio vuelta a mirarnos.—¡Esto no te lo permito! ¡Sos un nene!—Mejor nene que burro.Nos miramos a los ojos: él apretaba la mandíbula, yo sonreía apenas.—Andate a la mierda, Jay.Se levantó, dejó la plata sobre la mesa y se fue sin mirar atrás.

Me quedé ahí, seguí tomando; el lugar se iba vaciando, yo me iba quedando solo y el vino empezaba a pesar. Estaba cansado.


A la mañana siguiente me presenté en la joyería de Mike; él estaba detrás del mostrador lustrando una bandeja de relojes. Apenas me miró.—¿Viniste a armar quilombo? —dijo.—Vine a decírtelo claro.—¿Qué cosa?—Si ese caracol lo hubieras encontrado vos en la ensalada, habrías hecho lo mismo, ¡pelotudo!Él me clavó la vista.—El problema no es el caracol, Jay.—Claro que sí.—No: el problema es que terminaste en cana y siempre le toca a un amigo venir a sacarte. No podés seguir dejándote salvar por los demás.—No me salvaste, nomás pagaste una multa.—Yo puse la cara delante de dos gendarmes por vos, y vos, mientras tanto, tomando.


Me callé. Él bajó la mirada al mostrador; después habló despacio pero firme.—No es el caracol, Jay, es tu manera de escaparte de todo. Te escondés atrás del vino, de las bromas, pero ya no funciona.—Vos no podés entenderme. Te encerrás acá adentro a lustrar oro y piedras; yo por lo menos vivo.—Vivir no es mamarse hasta que te lleven esposado.—Mejor eso que pudrirse bajo estas luces.Nos quedamos mirándonos. Él tenso; yo, temblando.—No voy a sacarte nunca más, Jay. La próxima te quedás adentro.—Entonces ojalá haya próxima.

Me di vuelta y me fui.


Esa noche volví, por unas copas, al Piccolò Café: luces bajas, ambiente elegante, la París chic. Sentado con mi copa, tomaba y pensaba.¡Mike no era solo un joyero! Mike, sin duda, integraba la Liga Antialcohólica Americana. Sí, es verdad, todavía no tenía pruebas, pero él se hacía el amigo y trabajaba para quitarme el vino, quizá para prohibirlo en toda Francia. Ese loco me espiaba, quería saber todo: cuánto había tomado, cuánto había fumado, cuánto había laburado, con quién había estado. Esas preguntas siempre me dieron mala espina: era el prohibicionismo hablando por su boca.Sonreí a la copa y pegué otro trago.


Tomé hasta no sentir la lengua, pero ya lo tenía clarísimo: ese tipo trabajaba para la Liga Antialcohólica Americana. Así que pagué en efectivo para no dejar rastro —seguro también controlaban mi cuenta— y salí. La noche me agarró del cuello; caminé torcido por calles mojadas, sin sentir el frío.

Fui a la joyería. Las luces estaban apagadas, pero yo sabía que Mike estaba adentro y golpeé fuerte la puerta.—Siempre lustrando oro, ¡salí, guacho! ¡Te descubrí!Y de nuevo: —¡Abrí, Mike! ¡Ya sé quién sos!Ahí estaba. Oí un ruido adentro, se encendió la luz y la cerradura hizo clic.

Mike apareció en la puerta, en camisa, con la cara tirante.—Estás en pedo.—Abrí bien las orejas, yo lo sé todo.—¿Qué sabés?—¿Qué te pensás? Debés pensar que soy un idiota. Vos no sos joyero, nunca lo fuiste.—¿Y entonces qué serías?—Un perro de la Liga Antialcohólica, un emisario. Te mandan de Estados Unidos para controlarme.

Él resopló.—Estás completamente loco, andate a dormir, Jay.—No. Vos me seguiste, hiciste que me arrestaran, me tendiste una trampa. Vos pusiste el caracol en la ensalada, vos lo pusiste, ¡perro!—Cristo santo, estás pirado.—El que está pirado sos vos, Mike, escuchame: cada palabra tuya suena a eslogan, cada mirada es un informe escrito para tus patrones. Vos no lustrás oro, vos lustrás cadenas al servicio de la Liga Antialcohólica.Él apretó la mandíbula.—Cortala.—No, el que va a cortar sos vos.


Te van a quemar la cobertura cuando terminen conmigo: por ahora sos solo un espía, su centinela, el ojo del prohibicionismo en París. ¿Te gusta?Quedamos quietos: él con la mano en la puerta; yo, tambaleando y riéndome bajito.—Andate a tu casa, Jay, por favor.—Esta es mi casa: las calles, los bistrós, las copas. Pero vos me la querés sacar.—Yo no quiero sacarte nada.—Vos me querés sacar el alcohol a mí y quizá a toda Francia: es lo mismo.Mike negó con la cabeza y cerró la puerta sin decir otra palabra.


Me quedé ahí unos segundos y después me reí de nuevo: la Liga me tenía miedo. Por eso Mike no había negado demasiado y por eso estaba nervioso.Salí a la noche. Las calles mojadas brillaban como espejos torcidos; yo caminaba rápido bajo el cielo negro, cuando de golpe se encendió un farol. Debajo, tres tipos con sobretodo oscuro mirándome fijo. Los reconocí al toque: la Liga.—Parate, Jay.


La voz era seca, como papel que se rompe.

Me di vuelta de golpe y salí corriendo.

En cada esquina había otros: tipos altos, sacos negros, piedras en los bolsillos; algunos llevaban sombreros demasiado grandes. Todos me miraban, nadie hablaba.

Al fondo de la calle, una mujer con cara de comadreja me cerró el paso. Iba elegante, con guantes blancos, y me sonrió.—Vení con nosotros, Jay. Es por tu bien.Grité, la empujé contra el tacho de basura y me escapé por un costado, por los callejones.

Caí sobre el empedrado mojado y, mientras me levantaba con las manos sucias, detrás de mí oí pasos rápidos, seguros, que sabían qué hacer, que estaban por agarrarme. No eran ecos: ¡eran ellos! La Liga Antialcohólica me estaba atacando con todo.Los veía, a ellos y a sus sombras alargadas contra las paredes; los sacos que se abrían, las chapas que brillaban bajo los faroles.


Uno estiró la mano.—Largá la copa, Jay. Es todo lo que queremos.Tenía mi botella y me la apuntaba como un arma.—¡Cerdo, es mía! —grité—. ¡No me la van a sacar!

Volví a correr con los pulmones en llamas.

Delante de mí, más hombres: esta vez una fila entera, silenciosos, firmes, listos para la pelea. Parecían estatuas, pero respiraban y me esperaban.

Me abrí paso tirándome contra los dos que parecían más flacos, rompí la línea y seguí corriendo a todo gas, alejándome del mal.

Las voces venían de todas partes:—Dejá el vino.—Rendite, Jay.—Vas a ser libre.

Me metí por una puerta entreabierta y bajé una escalera que olía a humedad; bajaba de a saltos, por lo menos tres escalones por zancada. Los pasos detrás venían cada vez más cerca: la Liga bajaba conmigo, hasta el infierno si hacía falta.Llegué al fondo, pero no había salida: la escalera era ciega.


Me acurruqué contra una pared, escondido, aguantando un aire que ya no me alcanzaba. Escuchaba su respiración, el paso sobre los ladrillos mojados, el tintinear de copas inexistentes.


Siempre Mike, siempre la Liga, siempre yo solo escapando, corriendo, borrando toda diferencia entre calle y sombra, entre sueño y realidad. El mundo se había vuelto de ellos, y yo me había vuelto de ellos.


Dos días después

Cuando me desperté dos días después, estaba más flaco.Hacía tiempo que con Carla no podía hacer el amor, y nunca me había pasado. Nosotros dos siempre fuimos nafta y fuego, y ahora nada: yo alerta como un gendarme, ella probando caricias, besos, plegarias. Nada.

El médico me conectó electrodos en la cabeza y en los pies; parecía que íbamos a resucitar a un muerto. Cada día me hacía tomar un vaso de sangre de ternero: decía que le iba a dar fuerza al corazón; a mí me daba asco. Más tarde entendí que también laburaba para la Liga.


Carla, católica hasta el tuétano, un día me dijo que era hora de probar con la Iglesia. Así que, ya casi al mediodía, entré en una capillita mínima, a dos cuadras de casa: una iglesia que olía a cera vieja y humedad. No había casi nadie, solo un viejo arrodillado y un cura que parecía dormido.

Recé, así nomás, sin saber qué decir, apenas unas palabras inventadas.

El cura me sonrió y me dijo:—Hijo, no hace falta hablar, hace falta creer.Asentí, pero por dentro pensaba: sí, creer que la Liga le tiene miedo a los crucifijos.

Volví a casa y la Virgen había atendido mis plegarias: con Carla hicimos el amor como si fuera la primera vez, un torbellino que no terminaba más. Yo riendo, ella llorando, y en el medio oía campanas de fiesta: el sábado del pueblo.

En ese momento entendí que había encontrado mi arma definitiva: no el vino, no la fuga, no putear a los gendarmes, sino la fe. O por lo menos, la parodia de la fe.Y así me hice católico.

Sí, católico de verdad, pero a mi modo: me bastó arrodillarme dos minutos en una capilla medio vacía para desbaratar a toda la Liga Antialcohólica Americana.Listo: la Liga, vencida por Cristo.


Esa misma noche volví al bistró a festejar. Pedí una botella entera, me la tomé solo y nadie vino a arrestarme. Los gendarmes pasaban frente a las cortinas rojas y ya ni me miraban. Los sobretodos oscuros, desaparecidos; la mujer con cara de comadreja, nunca más.El vino y yo, solos contra el mundo, protegidos por incienso y campanas.

Y en la noche, cuando el sueño me agarró, borracho pero sereno, lo vi: Jesús en persona, sentado a mi mesa con una copa en la mano y un pucho encendido entre los dedos. Tiraba bocanadas lentas, miraba el techo y me dijo:—Jay, aflojá. Si los de la Liga vuelven, me encargo yo.

Y de hecho llegaron: tres tipos con sobretodo oscuro y mirada de piedra; uno volvió a mostrar la chapa. Pero esta vez no hablé yo: habló Jesús.


Se paró, le sopló el humo en la cara al primero y le dijo:—El vino es mío hace dos mil años. Tóquenlo y van a ir al infierno, sin pasar por la Salida.

Quisieron retrucar, pero él los calló con una carcajada que hizo temblar las copas sobre la mesa.—¿Les da miedo una botella? —preguntó—. Yo hice un sacramento con esto, ¿y ustedes vienen a decir que está prohibido? Payasos.

Uno de la Liga intentó agarrarme del brazo, pero Jesús le dio un golpecito en la frente y cayó como un maniquí. Los otros retrocedieron, silbando órdenes incomprensibles, y se fueron.Jesús apagó el pucho en mi cenicero, me sirvió otra copa y dijo:—Tomá, hermano. Esto es mi cuerpo, pero también tu libertad.


Yo tomé, y esa noche entendí que mi alianza quedaba sellada. Ya no estaba solo: era católico, sí, pero católico de guerra, con un Cristo que fuma, toma y manda a la mierda a la Liga para defenderme.


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