Al alba de un nuevo humanismo
- Ferdinando Petrarulo
- hace 3 días
- 5 Min. de lectura

Vengo de una pausa larga; respiro hondo. En esa vida de autómata que todos terminamos atravesando —hasta descubrir que estamos insatisfechos con nosotros mismos— me perdí. Creí que ya no eran mis ideas ni mi pensamiento, sino una suma de actos útiles y repetidos, algo muy parecido al vómito. La repetición obsesiva de los gestos mínimos de cada día es la primera muerte del hombre: no en la materia, sino en la idea. En ese instante nada conserva valor. No hay otro fin: solo el hacer mecánico. Y si alguien me hubiera dicho que la vianda iba a ser mi manera de pelear a puñetazos con la vida, probablemente habría elegido la miseria y la drogadicción. Somos carne, huesos e hipocresía: las cadenas de oro nos lastiman las muñecas, pero brillan con fuerza, y así está bien.
Hay un monólogo que me retumba en la cabeza todos los días. Lulù (Gian Maria Volontè), en La clase obrera va al paraíso, les habla a sus compañeros obreros a destajo: «Yo trabajaba para la producción: la incrementaba, la incrementaba. ¿Y ahora en qué me convertí? En una bestia. El estudiante dice que nosotros somos como máquinas, que yo soy una máquina: soy una polea, soy un perno, soy un tornillo, soy una correa de transmisión, soy una bomba. Pero ahora la bomba ya no funciona; la bomba se rompió».
Yo a Lulù lo entiendo: se entregó a la fábrica hasta volverse un engranaje más. El trabajo a destajo era la gran llaga: cuanto más trabajabas, más ganabas. Después, llegado cierto punto: cuanto mejor trabajabas, más ganabas. ¿Y nosotros? Queridos pibes perdidos del siglo XXI, queridos enfants prodige del progreso y la innovación, ¿qué somos sino destajistas a los que les vendieron mierda por chocolate?
Metámonos en el avispero. Hubo un tiempo en que la política marcaba el destino del hombre. Política como disciplina filosófica y social, para entendernos; no lo que queda de ella hoy. La lógica que regulaba la vida era la del welfare. Del Estado que actúa como moderador y custodio del bienestar de los ciudadanos, incluso a costa de intervenir en el sistema económico. Entonces apareció una entidad de formas cambiantes y de voracidad marcada, y empezó a devorar el edén que nos habíamos imaginado. La lógica que se impone es esta: un Estado digno de ese nombre tiene el deber de preservar las libertades personales de los individuos, tanto en términos políticos como económicos. Sus rasgos: libre empresa, libre competencia, ley de oferta y demanda, autorregulación. El nombre de la bestia en estado embrionario: liberalismo económico. Y hasta ahí, incluso podríamos estar de acuerdo.
Pero los conceptos pueden torcerse, aun cuando nacen genuinos. ¿Quién lo hubiera dicho —quizás alguien sí— que de esas ideas iba a brotar la verdadera llaga de nuestra sociedad? Los menos encandilados por las chispas del progreso ya lo habían imaginado: los grandes núcleos empresariales, primero nacidos y luego convertidos en columna vertebral de esos ideales de libertad tan celebrados, terminaron por reemplazar al Estado. Lo que antes era el actor principal en la vida del ciudadano se volvió un agente de tránsito —con todo respeto por la categoría—, encargado de ordenar, con un poder de decisión meramente simbólico, el tráfico de los mercados.
La lógica de la competencia se impuso sobre la solidaria. Se metió en todos los aspectos de nuestras vidas. Instituyó la carrera eterna y nos pegó un número en el pecho, como en las mejores maratones. Nos volvimos engranajes sin darnos cuenta, igual que Lulù. El hombre ya no está en el centro de su propia existencia: el centro lo ocupa su producto. Y así empezamos a comer un chocolate finísimo con sabor a meritocracia y libertad personal, sin advertir el olor a mierda.
Si seguimos este modelo, nos queda poco, salvo un escenario posapocalíptico bastante cruento que muchos ya prefiguran. Vivimos hasta hoy en la promesa perpetua. Todos intentamos ganar la carrera, aniquilar a la competencia, seguir obsesivamente —con la nariz pegada— esa garrapiñada apretada en el puño de las lógicas capitalistas. Dejarnos embriagar por el olor de ese antídoto que, si no se usa para cosas buenas, puede volverse tan malo: la libertad.
A cambio, solo recibimos nafta para echar al fuego de nuestra lucha de clases moderna. Ya no hay pequeña o alta burguesía, proletariado o subproletariado, industriales o grandes terratenientes. Estamos nosotros y están ellos. Están los “normales” y, después, todos los demás. El 1% más poderoso de la historia.

Y si a algunos las cadenas de oro en las muñecas les parecen brillar más que a otros, que se complazcan: es lo único que les queda. ¿De qué nos sirvió sumergirnos en el barro que parecía agua cristalina? ¿De qué nos sirvió dejar que nuestras vidas fueran arrastradas por la libre competencia y por el mercado entendido como padre, hijo y espíritu santo? De nada: no somos privilegiados, métanselo en la cabeza.
El sistema se dejó masticar por sus propias criaturas, las mejor logradas, las que todos miraban con los ojos húmedos.
A nosotros nos quedan las migas, las que les dejan a los giles. Pero hay algo que todavía no tuvimos en cuenta, y que la historia debe recordarnos: en los momentos de desilusión, de colapso, de emergencia, el hombre siempre vuelve a empezar por el hombre. No por lo que tiene, sino por lo que es. Desde la noche de los tiempos.
No se trata del instinto de supervivencia ni del gran reset: ya no seríamos capaces de dejarnos guiar ni por lo uno ni por lo otro, aunque quisiéramos. Se trata de un cambio de rumbo, ni siquiera tan innovador, para no abandonar la lógica del “mínimo gasto, máximo rendimiento” tan querida por nosotros, chimpancés evolucionados y perezosos. El hombre necesita volver al centro de su propia existencia, en todo y por todo.
En la época de la técnica debemos volver a pensar al ser humano como eje, y no como mero ejecutor.
El Estado debe reapropiarse del destino de sus ciudadanos: servirse del mercado, y no dejar que el mercado se sirva de él. Que la economía se desprenda de todos los andamiajes superfluos y devuelva al centro su objetivo principal: el bienestar del hombre como tal, no del hombre como empresa.
Que el arte y la cultura vuelvan a celebrar al hombre en su totalidad: en sus complejidades y contradicciones. Que no sean solo una manera distinta de ganarse la vida; que recuperen su esencia más pura.
Que la protesta y el disenso se desborden, para despertar a los dormidos. Ya no podemos dejarnos domesticar por quienes nos lo prometieron todo para después no devolvernos nada. No podemos permitir que una máquina que demostró estar lejos de ser perfecta siga decidiendo por nosotros.
Podemos ser felices y lo hemos olvidado. Podemos ir tras esa felicidad devolviéndonos el valor que merecemos, no solo el que el sistema nos adjudicó según cuánto hayamos producido. Que lo humano vuelva a ser humano y se olvide de haber sido engranaje. Que el pensamiento, la palabra, la idea sean las herramientas para volver a poner al hombre en el centro de su mundo.
Hagamos que todos se den cuenta de que fueron estafados, y hagámoslo pronto. Solo entonces podremos, por fin, respirar y dejarnos acariciar por una luz tenue, pero poderosísima: la del alba de un nuevo humanismo.







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