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El error democratico

 L’errore democratico

En el discurso político actual, los hechos tienen un valor, y los datos que los describen poseen otro, adicional. “Adicional” no es una palabra elegida al azar: busca expresar que los datos descriptivos son un agregado de distintos hechos, idealmente completo, aunque en la práctica suele ser parcial. Por ejemplo, un robo al tirón en Milán —recordando que solo pueden registrarse los denunciados— es un hecho. El total de robos al tirón denunciados en un año en Milán es un dato. Las viviendas particulares, por poner otro ejemplo, son hechos —o fenómenos, para ser más precisos—, mientras que su superficie o sus características medibles son datos. Estos últimos pueden ser procesados mediante operaciones estadísticas, como la media o la moda, o cruzados con otros datos, por ejemplo, las viviendas ubicadas en una zona específica.Al mismo tiempo, los datos —aunque representen algo más que un hecho aislado— no siempre tienen la misma resonancia en el discurso político. A veces se vuelven centrales por su “tendencificación”, otras por intereses más opacos relacionados con su difusión o su ocultamiento. No es raro, entonces, ver cómo se hace política a partir de un solo hecho: por seguir con el ejemplo de Milán, pensemos en el caso de los niños gitanos que atropellaron a una anciana en un coche robado, o en el del policía fuera de servicio que, conduciendo ebrio, atropelló a un joven. Ambos episodios fueron utilizados por bandos opuestos para arrimar el ascua a su sardina. Sin embargo, no hace falta mucho para entender que, a la hora de legislar, no basta con fijarse en hechos aislados: sería más sensato apoyarse en una muestra más amplia, en lo que hoy llamamos —con cierta brutalidad— “datos”.


Podría pensarse, entonces, que los datos, una vez liberados de las contingencias que vuelven los hechos presa fácil de la manipulación y del populismo, sean la base sobre la que construir un discurso político. ¿Cuántas veces hemos oído a alguien defender su postura diciendo: “No tienes que creerme a mí, son los datos los que lo dicen”? Debo ser honesto: yo también he depositado mucha confianza en los números. Es fácil creer que algo aparentemente tan sólido como “hacer la cuenta” pueda llevar la discusión a un terreno libre de vicios. En ciertas disciplinas —las llamadas ciencias duras— los números agotan el debate, siempre que se cuente con precisión. Si se hacen bien los cálculos y se actúa en consecuencia, ese avión volará y ese puente no se caerá.


Pero la política, como podrán imaginar, no es una ciencia dura. Y aun si fuera posible calcular todos los números de la polis y de los polites, de ellos no se derivaría una prescripción clara. Este paso —que yo acabo de negar— ha ganado, sin embargo, una popularidad creciente en la retórica política contemporánea. Algunos recordarán cómo los jóvenes de Última Generación y otros movimientos similares iban a los programas de tertulia con sus carpetas llenas de estudios que, partiendo de los datos, explicaban que o se abandona el combustible fósil o el destino está sellado. Lejos de mí negar la validez de esos datos en sí mismos; lo que quiero subrayar hoy es cómo su uso retórico ha acabado por generar monstruos.Basta con leer un par de líneas sobre metodología de la investigación o estadística para entender que el dato es un amasijo de sesgos e impurezas, sobre todo cuando intenta registrar fenómenos complejos como la vida en común. Este tipo de dato está tan viciado —puede corromperse desde el momento mismo de la recolección, o incluso antes, en la simple decisión de observar algo y no otra cosa— que sirve para defender una tesis y, al mismo tiempo, la contraria. Solo hace falta ser más hábil que los demás en el arte de la retórica.


Hoy se habla de crisis democrática y, aunque no pretendo entrar en el fondo del debate político, reconozco que la democracia está tambaleando. No porque los instrumentos democráticos favorezcan a una facción en particular —como sostienen algunos frustrados—, sino porque la democracia de masas, sea del color político que sea, produce un resultado profundamente viciado. Igual que un dato estadístico descriptivo, el voto en una democracia de masas está sujeto a una infinidad de prejuicios, empezando por el hecho de que no puede esperarse que los votantes comprendan la complejidad de la realidad, del mismo modo que tampoco la comprenden los propios políticos.

Hay un matiz lingüístico, una diferencia sutil que muchos ni siquiera perciben, entre las palabras complejo y complicado: construir un puente es complicado porque, aunque requiere muchas operaciones difíciles y precisas, los instrumentos de que disponemos pueden agotar el problema. Un problema complejo, en cambio, es aquel en el que los datos solo pueden explicar de manera parcial. La política es un problema altamente complejo, quizá el más complejo de todos. Sería, por tanto, natural no esperar de los datos soluciones exhaustivas, lo que acaba traduciéndose en formas de gobierno ineficaces o incluso contrarias a los intereses de los ciudadanos.

Pues bien, creo que la democracia ha llegado justo a ese punto. Las causas son complejas, pero una de las claves puede encontrarse en lo económico: la famosa fábula del mercado que se autorregula, ¿la recuerdan? Me la contó el enorme Francesco Tuccari, mi profesor de Historia de las doctrinas políticas en Turín. En resumen, sostenía que, en una democracia de masas, lo único que realmente importa es el marketing: exhibirse a uno mismo y a las propias ideas ante el mayor número posible de personas, para influirlas, exactamente igual que se hace con la publicidad de un yogur cualquiera.


Y acá el punto se vuelve más nítido. La publicidad a gran escala, al margen del valor ético de lo que se promueve, necesita plata. Da igual si querés decir que los inmigrantes son necesarios o que son un problema: necesitás dinero para que tu mensaje tenga resonancia. Cuanto más “pop” sea el mensaje, más se difundirá. El asunto es que quien financia la política —el capital, para llamarlo de algún modo— pedirá más tarde la factura de su inversión. Es difícil imaginar que esté dispuesto a financiar a un político que actúe en contra de sus propios intereses. Y eso, lamentablemente, es el corazón del problema.

El resultado es que el instrumento democrático, en este contexto, ya no parece funcional para seleccionar y defender el mejor gobierno posible para la colectividad. Pero ¿cuántos se atreven hoy a decirlo abiertamente? Me acusarían de fascista si afirmara que todo gobierno elegido democráticamente es, en cierto sentido, ilegítimo.


Y ahora llegamos a mi idiotez del día. Al fin y al cabo, ¿no es la elección democrática un intento de recopilar el “dato” del discurso político, contando las posiciones de cada ciudadano? En términos científicos, se diría un enfoque data-based. Pero, como intenté mostrar antes, usar el dato como base de un discurso político es profundamente parcial y potencialmente falaz.

Primero, porque en democracia no vota realmente todo el mundo (en las últimas elecciones generales participó solo el 64% de los ciudadanos con derecho a voto). Segundo, porque, como ya se ha dicho, las posiciones políticas de los votantes están viciadas: la fotografía electoral de la democracia no refleja las posturas reales, sino su proyección distorsionada a través de la comunicación política. Luego está la corrupción, tanto a pequeña como a gran escala —aunque de eso ni siquiera vale la pena hablar aquí. En definitiva, pisar una mierda en democracia es demasiado facil. Y más aún cuando hay alguien con dinero cuya primera ley es aumentar su riqueza, influyendo en cualquiera que pueda limitarla: una condición que se viene consolidando desde hace ya un siglo.


A muchos este discurso les parecerá un funeral para la democracia —y, de hecho, lo es. Estoy sinceramente convencido de que este sistema político ha llegado a un punto sin retorno: pensar que puede curarse a sí mismo, con sus propios instrumentos, es no entender la magnitud del problema. Sin duda, hay quienes sí lo entienden, pero tienen demasiado miedo de las alternativas. Solo un idiota se atrevería a proponer una. Por eso, como buenos idiotas, lo intentaremos. No pretendemos ser exhaustivos: primero, porque no tenemos la preparación suficiente en ciencias políticas; y segundo, porque carecemos de cualquier poder para transformar la teoría en práctica.Empiezo desde lo que recuerdo de la solución que proponía Tuccari. Según él, era fundamental volver a empezar desde la política local: ¿por qué seguir eligiendo a alguien “de arriba” cuando casi ningún votante es capaz de comprender la magnitud de los problemas de toda una nación? Sería también una forma de obligar a los ciudadanos a implicarse en los asuntos públicos, porque si el electorado es pequeño, el voto individual pesa más. Y si el ciudadano no participa en decisiones tan cotidianas como el día en que deben sacarse los cubos de basura orgánica a la calle para su recogida (como sucede en Suiza), probablemente acabará con un horario que le resulte incómodo.

Votando solo a nivel micro, también las campañas electorales serían de menor escala: eso forzaría a los representantes a mantener una relación directa y personal con sus electores, eliminando las dinámicas de marketing político masivo. Serían ellos quienes elegirían los niveles superiores: del barrio al distrito, del distrito al municipio, del municipio a la provincia y, de ahí, a la región. Un “federalismo” de algún tipo, lo llamaba Tuccari, porque está claro que muchas decisiones se descentralizarían, junto con los recursos y las responsabilidades de la gestión pública.


Un sistema no exento de fallos, pero con su propia lógica: cada uno se ocupa de la política que puede comprender y gestionar, y vota solo a quienes actúan en esa misma escala, en ese lugar, en ese contexto específico. La democracia tal como la conocemos hoy es una máquina demasiado lenta: paradójicamente, si un dictador toma una mala decisión, puede rectificar antes de que la democracia alcance siquiera a ver los primeros brotes de las consecuencias. Sin embargo, la tecnología, gracias al entorno digital, permitiría agilizar el voto —por ejemplo, mediante la identidad digital. Lo que la tecnología no puede hacer, en cambio, es ayudarnos a comprender a fondo los problemas complejos y de gran escala, donde el proceso de toma de decisiones se corrompe por una infinidad de sesgos.


Pero, dado que Tuccari no era ningún idiota, su propuesta carecía de valentía. O mejor dicho: parece poco probable que, dada la tendencia actual, los grandes Estados-nación —movidos principalmente por los intereses del capital— elijan ese camino. Una solución a la que, en mi opinión, solo puede aspirarse como a una utopía sería que un ultracapitalista iluminado conquistara el mundo y decidiera cambiarlo sacrificándose a sí mismo. Esa persona tendría que ser, además de un genio, un completo psicópata: para llegar a la cima, debería actuar con las reglas del sistema y luego apuñalarlo por la espalda. Una narrativa sugerente, sí, pero poco probable



 L’errore democratico
Che valore hanno i dati nella democrazia?

El problema real es que, además de esas aspiraciones, no queda mucho más. Habrá quien, menos nihilista que yo, crea que el ser humano puede emanciparse culturalmente gracias al bienestar difundido por el capitalismo y, por ende, votar guiado por una conciencia política refinada. Pero la verdad es que el bienestar capitalista del que disfrutamos se fundó en la opresión, en la explotación y, más en general, en la violencia ejercida por los pueblos poderosos sobre los débiles. Si ahora nos beneficiamos de todo ello, es porque otros han sufrido por nuestro bien.

Hoy la globalización, Internet y los flujos migratorios han puesto en crisis ese equilibrio. La emancipación cultural se ha diluido en un mar de pobreza e ignorancia que es el residuo de nuestro propio progreso. Y ese es un problema que la clase dominante no puede resolver: solo puede gestionarlo, defendiendo su posición con los mismos instrumentos de poder y explotación que la hicieron posible.

El recrudecimiento de los conflictos es prueba de ello; además, geográficamente se han acercado a nuestra sociedad. Si tuviera que apostar, diría que la guerra —no solo la que se libra en el frente, sino también la civil—, por desgraciada que sea, podría ser en realidad la única posibilidad de ver un cambio. Solo queda entender si, cuando empuñen los horcones, nosotros seremos quienes tengan algo que proteger. Y si ya no fuera así, quizá también nos convenga voltear la democracia y apostar por algo distinto.



"Para mí la democracia es un abuso de la estadística. Y además no creo que tenga ningún valor. ¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente? Yo diría que no; entonces, ¿por qué suponer que la mayoría de la gente entiende de política? La verdad es que no entienden y se dejan embaucar por una secta de sinvergüenzas, que por lo general son los políticos nacionales. Estos señores que van desparramando su retrato, haciendo promesas, a veces amenazas, sobornando, en suma”


(Jorge Luis Borges, en una entrevista con Bernardo Neustadt.) El Error Democratico


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