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Mataron a Méliès, Méliès está vivo!

Actualizado: 26 jul


Hanno ucciso Melies, Melies è vivo!


Al principio fue cine, grafía e innovación.

La idea de escribir, grafar, con el movimiento: cine. O de escribir el movimiento. Esa vieja fórmula – motion picture – recuerdo lejano de un asombro colectivo e infantil que hoy se ha vuelto más cotidiana que lo cotidiano.

Hay algo profundamente humano en el medio cinematográfico - trataremos después de ponernos de acuerdo sobre qué significa, realmente, esa expresión. Nuestra forma de pensar es cinematográfica, en todos los sentidos. Lo es en lo visual: combinaciones de imágenes más o menos inconexas entre sí, y rara vez bendecidas con un significado si se las toma como unidades discretas, aisladas de la secuencia que les da razón de ser. Lo es en lo narrativo: eventos, fragmentos, explosiones, incluso con cierta belleza, útiles solo si tomados como un todo que, ojo, no tiene un significado propio, sino que cataliza en el espectador la formación de lo que podríamos llamar trama o mensaje, según nuestra disposición receptiva, nuestras perspectivas culturales y opiniones (sí, incluso políticas, no disimulemos). Hitchcock, que sabía muy bien de qué se trataba, en esto era un maestro: al público hay que darle toda y solo la información necesaria para entender, donde entender es sintetizar, cada uno a su manera, una historia. Toda, y solo esa. Porque en el cine no existe lo superfluo: hay lo que funciona y lo que no. Lo útil y lo inútil. Los buenos y los malos, con perdón de  los paladines de una improbable literatura visual.

Los estadounidenses lo entendieron desde el comienzo. En lugar del estéril film, eligieron el más comunicativo movies. Porque de imagen en movimiento se trata —y lo obvio no siempre es banal.

Nosotros, los contemporáneos, tenemos tan interiorizada la infinitud de formas posibles de este medio que ni siquiera nos damos cuenta. Parar a pensarlo sería como preguntarse por la diferencia entre una novela de Umberto Eco, una de Dan Brown, un artículo del New York Times, una entrada de blog, el texto publicitario de un curso de drop shopping y un manual de termodinámica. Especulativo. Autorreflexivo. Aburrido.

El Estado insiste en enseñarnos qué pensar de los literatos que decidió que merecen ser estudiados, pero —por suerte— no intenta hacer lo mismo con las imágenes cinematográficas. Demasiado simples, demasiado entretenidas: indignas de esa aura cuyo tedio permite sentirse culto.

¡Imaginate! Estos pibes de hoy, con YouTube, Netflix y TikTok, hacen que hasta la televisión parezca respetable.

Esta liviandad resulta demasiado penitente: hay que ponerla entre esas prácticas abiertamente secretas, de esas que no es que haya que esconderlas, pero hay que sentirse culpable por no sentirse culpable al practicarlas.

Mamá no chupa pijas, el profesor no fuma porros, el culto no se entretiene.

Al no contar con un estatuto institucional del cine, nos lo venimos disputando entre dos paradigmas. El estadounidense, hijo de un espíritu que puede ser pluma o hierro —y en el caso del cine, claramente pluma—, con sus correspondientes aplicaciones eróticas y seductoras del instrumento. Y el europeo, hecho de una complejidad autocomplaciente, de un hierro tan pesado que muchas veces no alcanza ni para mantener la excitación.

El cine es Arte, nos dijimos. Es denuncia. Es conciencia. Llegamos incluso a contárnoslo como el producto creativo de un director demiurgo, pantocrátor, capaz de usar —escuchen bien— la cámara como si fuera una pluma.

Pobres montajistas, directores de fotografía, escenógrafos, técnicos y asistentes: creen que existen. Pero no, genios, porque el tío Jean-Luc ya lo dictaminó. Solo existe él.

Ah, pero lo decía Godard. Un intelectual. Un faro de la civilización. No como ese tal George Lucas, que en su triste vida no logró hacer nada mejor que llevar a miles de millones de personas al cine.


Hanno ucciso Melies, Melies è vivo!

El punto es que ninguno de los dos tiene razón. Y la cachetada pedagógica en la nuca, por la dosis diaria de retórica consumida, ya me la di solo, tranqui.

No existe un estatuto justo del cine porque el cine ya es estatuto de otra cosa. O, mejor dicho: es una macrocategoría de estatutos. Una que encierra muchas cosas: cine comercial estadounidense, cine de autor europeo, cine experimental global, cine amateur, cine comprometido... todas, a su vez, contenedoras de otras cosas, en un vasto sistema fractal que también da trabajo a académicos convencidos, y con orgullo, de que es su Verbo el que da origen a todas estas formas expresivas, y de que el sistema productivo no es más que un contratista que ejecuta la obra de categorías preexistentes, inmutables y eternas.

¿En serio piensan que Spielberg hace el mismo trabajo que Moretti? Pensemos en cuántas formas hay de ser, no sé, médico. ¿Un cirujano plástico y un inmunólogo son colegas? Cuidado, que mis raíces familiares me obligan a darle un sopapo a quien se atreva a decir que sí —y no digan que no los guié en esta pregunta retórica.

Si queremos buscar la esencia más allá de las codificaciones, entender qué es realmente el medio cinematográfico, lo que nos interesa es justamente ese concepto de movie. Un diminutivo, tiernito, simpático, tranquilizador como solo los yanquis saben serlo, de un factor simple, desnudo y seminal: la imagen en movimiento.

Una fantasía que nosotros, los Sapiens, venimos persiguiendo desde siempre... hasta que la alcanzamos y, la verdad, no terminamos de entender gran cosa.

Es muy divertido leer historias del cine donde se habla de Méliès y los Lumière como si fueran directores, así como lo es, en general, atribuir categorías que nos resultan familiares a épocas y contextos completamente distintos.

Estos señores —junto con tantos otros que no tuvieron la suerte de sobrevivir a la presión selectiva del mercado— primero pensaban en inventar una tecnología, y recién después en cómo aprovecharla.


‘El cine es un invento sin futuro’, decían los mismos Lumière. Un invento, no un arte. Un invento, además, para nada aislado: fue el que ganó la batalla por la supervivencia comercial frente a muchos otros parecidos, gracias a una buena racha del destino, como suele ocurrir con tantas otras tecnologías, ideas y personas exitosas.

Ese es el punto: la imagen en movimiento es una tecnología, solo en parte identificable con los usos que se le han dado. La llamaron cinematógrafo: una definición concreta, literal —escritura de imágenes en movimiento. Esa es la base. Después, se verá. De los carruajes autopropulsados hicimos autos, motos, tractores, camiones, colectivos, trenes, montacargas, juguetes. De los procesadores, computadoras, cámaras, reproductores de música, sistemas de alarma, aspiradoras.


Hanno ucciso Melies, Melies è vivo!

Como muchas tecnologías capaces de transformar profundamente el mundo en que vivimos, el cinematógrafo es antifrágil: no sufre daños, mejora con cada golpe que recibe.

Los pioneros entendieron muy pronto cuánto se prestaba este medio a la más humana de las cosas humanas: compartir historias. Tras algunos años de vistas cinematográficas, donde lo que importaba era la toma en sí misma, porque resultaba atractiva tanto intelectual como comercialmente (del vagón de tren con pov shot de las vías proyectado en el interior, al cine de 5, 6 o 20 dimensiones en los shoppings, o las salas de realidad virtual, hay un solo paso), esas vistas comenzaron a encadenarse en secuencia según una cierta tensión narrativa.

Cada vista intentaba narrar un acontecimiento - algún supuesto culto lo llamaría plano secuencia-, de modo que el espectador, al ver una docena dispuestas una tras otra, pudiera intuir el desarrollo de una historia.

No había una gran especificidad intrínseca en el cinematógrafo, salvo ser eso: imagen en movimiento. No existía un lenguaje, un conjunto homogéneo de características formales y expresivas. De eso se ocupó el cine mudo. Con él, las imágenes pasaron a ser algo más que meras imágenes: eran piezas de un mosaico expresivo y narrativo, siguiendo un guion y, ahora sí, un director. Luego llegó el sonido. Seguimos hablando de piezas, pero de un mosaico completamente distinto. Y lo mismo ocurre con la televisión, los videojuegos, los reels, los videopodcasts o los ensayos visuales en YouTube. Cambia el mosaico, cambian la forma y el color de las piezas. Con el abandono del celuloide incluso en el cine, cambió también su material. Lo que no ha cambiado es la pulsión de ensamblar esas piezas.

Las imágenes en movimiento salieron de nuestras cabezas y cambiaron el mundo y, con él, nuestras propias cabezas. Siguen y lo seguirán haciendo.Hemos descargado la violencia que el mundo contemporáneo nos obliga a reprimir en Grand Theft Auto, hemos sobrevivido al Covid en Zoom, solidarizamos con Zelenski en redes sociales, soñamos con la revolución después de ver La casa de papel - tenemos demasiadas series pendientes como para hacerla de verdad, pero ahora mismo no importa. Vivimos, siempre, a través de imágenes en movimiento.

Claro, el cine puede que tenga un pie en la tumba, pero en los sistemas antifrágiles la desaparición de un elemento poco eficiente es un proceso de depuración sano: deja espacio a lo que funciona mejor. Les dice a los demás: ojo, no me sigan, que por aquí se muere.

Intentemos imaginar, en términos cuantitativos, cuál es hoy la cuota del cine dentro del fenómeno de las motion pictures - que es una manera elegante de decir: comparen cuántas películas ven con la cantidad de videos de YouTube, historias, anuncios y cualquier otra imagen en movimiento que consumen. Prácticamente, se están secando algunos árboles dentro de toda una reserva natural. Eran los árboles más hermosos, sin duda, y da pena verlos pudrirse. Pero el Mercado, que no es un fenómeno natural, a veces se le parece sorprendentemente, al menos en su crueldad intrínseca. Y cuestionarle faltas éticas o estéticas al Mercado es tan ridículo como reprocharle a un lindo gatito haber matado un saltamontes.

La reserva natural de la que hablamos piensa por sí misma y utiliza árboles, plantas y demás en función de sí misma, no al revés.

Y podemos estar tranquilos: la reserva llamada Motion Pictures goza de excelente salud. A dónde quiera ir a parar, no lo sabemos, pero no entremos en pánico solo porque un paradigma querido deja paso a lo desconocido. Sucede.

Es justo el caso de decirlo: ya veremos.


Hanno ucciso Melies, Melies è vivo!

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