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Cinepanettoni y camarillas

Actualizado: 16 sept

Los falsos mitos del cine italiano


Cinepanettoni y camarillas

Cinepanettoni y camarillas

La historia de Rexal Ford, alias Francis Kaufmann, “presunto” asesino de Villa Pamphili y presunto director de cine, desató una inmensa y justísima polémica sobre la financiación a la industria audiovisual en Italia.Justísima no porque Kaufmann haya matado a su esposa y a su hija de once meses – de artistas asesinos y criminales las crónicas están llenas, desde Caravaggio hasta Jean Genet y Roman Polanski – sino porque, a través de la productora Coevolutions, recibió un financiamiento de 836.000 euros en forma de tax credit para una película que, al parecer, nunca llegó a realizarse.Una vez confirmado el hecho, estalló el escándalo.

Declaraciones indignadas de Meloni, del ministro Giuli y compañía sobre el “despilfarro” de fondos para el cine. Furioso ataque contra la izquierda, acusada de amiguismo, de financiar asesinos y criminales o, en el mejor de los casos, a directores radical chic autores de productos inútiles, feos y aburridos, rechazados por los circuitos y que – cuando por un golpe de suerte o gracias a las habituales recomendaciones llegan a las salas – terminan recaudando apenas unos mangos y con salas semivacías.

Hay que decir, ante todo, que estas críticas tienen un fondo de verdad, como demuestra la grotesca historia de Rexal Ford.También hay que decir que un tema complejo ha sido —como ocurre a menudo— simplificado y distorsionado con fines de pura polémica política. Transformado en un arma impropia para golpear a un Claudio Amendola cualquiera, identificado como prototipo del artista “komunista” y vapuleado en redes y en la prensa de derecha según el célebre dicho “golpear a uno para educar a cien”. Transformado, en fin, en una clava contra la supuesta hegemonía cultural de la izquierda. Y es una blasfemia que a pronunciar esta expresión sea gente como la subsecretaria de Cultura, Lucia Bergonzoni, que declara con orgullo no leer libros: algo que se le puede perdonar a Carlos Alcaraz, que de profesión es fenómeno del tenis, pero no a quien ocupa un cargo institucional en Cultura.

Por eso me interesa hacer un poco de claridad sobre el tema de la financiación a la industria cultural italiana —subrayo industria— y tratar de desmontar algunas mentiras que circulan en la prensa y en la web.

Empecemos por el modelo de negocio. Es extraño que en Italia se siga juzgando el éxito de una producción casi exclusivamente en base a los espectadores en sala y a la recaudación en taquilla. Como si el cine, en los últimos cuarenta años, no hubiera cambiado radicalmente. Como si no existieran películas distribuidas directamente en streaming, la televisión o los canales pay. Como si quisiéramos ignorar que el mecanismo económico es en buena parte opaco y que es prácticamente imposible establecer cuánto recauda de verdad una película.

Dejemos por un momento de lado los incentivos – que cubren costos pero no son ingresos – y veamos cómo puede ganar plata una producción: recaudación en salas (cada vez menos, lamentablemente), home video (fundamental hace veinte años, hoy residual), ventas internacionales, pases en TV abierta y canales pay (Rai, Mediaset, Sky), licencias a las plataformas (Netflix, Prime Video, Apple), derechos para remakes, product placement (el auto de James Bond, para entendernos), merchandising (decisivo solo para las franquicias globales: tipo Star Wars, Harry Potter, Avengers, Avatar).

La taquilla, entonces, es solo una parte de la torta. Para una película italiana o europea vale en promedio el 30% del total, considerando que la mitad de la recaudación se la quedan las salas. Normalmente, en Italia, con las solas ventas de entradas, ni siquiera las películas de taquilla alcanzan a cubrir los gastos.

Un ejemplo: en 2019 Il primo Natale de Ficarra y Picone recaudó 15 millones de euros frente a un costo de 12 millones. Para los estándares italianos parece un triunfo, pero con la sola taquilla la producción habría cubierto poco más del 60% de los gastos. En cambio, Perfetti sconosciuti (presupuesto de 3–4 millones, recaudación doméstica de 16 millones, ingresos en el exterior estimados en 30, más derechos de TV y numerosos remakes por cientos de millones) fue un negocio enorme. Pero fue y queda una excepción, no la regla: y las políticas de apoyo no pueden basarse en un golpe de suerte.

La comparación inevitable es con el cine estadounidense: sirve en lo teórico, pero en la práctica no tiene sentido. En Estados Unidos – donde también existen incentivos estatales – el éxito económico se mide sobre todo en la taquilla. En Italia (y en Europa), en cambio, pesan mucho más los ingresos secundarios.

Las diferencias son tanto estructurales como culturales.

Desde lo estructural, el cine norteamericano tiene un mercado natural de unos quinientos millones de angloparlantes, contra apenas sesenta millones en Italia. Además, las salas son mucho más numerosas: una cada ocho mil habitantes, frente a una cada diecisiete mil en Italia. Y toda la cadena industrial está concentrada en pocos grandes studios, con capitales gigantescos: pueden financiar blockbusters de cientos de millones y, con esas ganancias, sostener también películas menores o experimentales. No es raro que en EE.UU. una superproducción cueste 400 millones de dólares y recaude, a nivel mundial, 3 mil millones. En Italia, en cambio, cifras así son impensables: en 2023 – un año bueno – el total de la producción no superó los 700 millones de euros, con un presupuesto medio de apenas 3–4 millones por película. Por su parte, en Italia la producción está fragmentada: unas pocas empresas de tamaño medio-grande (De Laurentiis, Cattleya, Palomar, Fandango, Medusa, Rai Cinema y pocas más) y una multitud de pequeñas productoras que rara vez superan una o dos películas por año.

En el plano cultural, la diferencia es igual de marcada. En Estados Unidos el cine se percibe ante todo como entretenimiento y como mercado. En Italia – aunque sea negocio – también se lo considera patrimonio cultural, expresión identitaria y lenguaje artístico, algo que merece protección e incentivos. A eso se suma la larga tradición de televisión gratuita, que acostumbró a los espectadores a consumir películas en casa y volvió al público menos inclinado a pagar una entrada.

Y, de hecho, la tendencia global es esa: caída de espectadores en las salas. En Estados Unidos se pasó de 1,85 mil millones de entradas vendidas en 2002 (5,5 por habitante) a poco más de 850 millones en 2023. En Italia, de 111 millones en 2002 (1,8 por habitante) a 70,5 millones en 2023. Culpa de las plataformas, del Covid y de un cambio profundo en los hábitos de consumo.

A la luz de todo esto, es ridículo reducir la crisis del cine italiano al supuesto radical-chic de sus producciones. El problema es que seguimos evaluando el sector con modelos de negocio obsoletos y nos dividimos en dos bandos: quienes ven el cine solo como industria, mercancía para el consumo, y quienes lo reivindican como arte, aunque esté hecho con medios industriales. En el imaginario italiano, todo lo que huele a arte, cultura o compromiso se vuelve automáticamente elitista, aburrido y “de izquierda”. Con estos prejuicios —y con el complejo de inferioridad de la derecha— el debate se estanca. Al fin y al cabo, ¿cómo dialogar con quienes proponen los cinepanettoni como modelos de contracultura?

El cine, en realidad, se escapa de esa dicotomía estéril. Casi siempre es un producto híbrido: industrial, pensado para el consumo masivo, pero capaz de transmitir contenidos éticos, estéticos y sociales. Basta pensar en Ken Loach, Scorsese, Coppola, Lumet, Kubrick, Almodóvar, Woody Allen y, en Italia, en el neorrealismo, en Visconti, en el cine civil de Rosi, Lizzani y Petri, en Scola, en los hermanos Taviani, en Monicelli, en Moretti o en la misma Paola Cortellesi con C’è ancora domani. La gran mayoría de la producción cinematográfica se ubica justamente en esta zona híbrida, fecundísima, que ha dado y sigue dando frutos excelentes, ignorando simplificaciones y disputas ideológicas.

Personalmente creo que en el cine tienen lugar todas estas acepciones, con el derecho a la crítica y el deber de no confundir productos completamente distintos. Para hacer una analogía literaria: está muy bien escribir y leer El código Da Vinci (puro entretenimiento), pero no se puede negar el valor de Cien años de soledad o de De ratones y hombres (narración popular y arte a la vez), y tampoco se puede imaginar un mundo sin Viaje al fin de la noche, libro complejo y exigente, escrito además por un autor declaradamente de derecha y ferozmente discutido, pero que sigue siendo una de las cumbres absolutas de la narrativa del siglo XX.

Mi cine preferido sigue siendo el que invocaba – desde una perspectiva marxista – Guido Aristarco, que escribía:

“El cine es al mismo tiempo arte e industria, pero su valor no reside en la mecánica de la producción: reside en la capacidad del artista de darle forma crítica a lo real a través del instrumento industrial” (Historia de las teorías cinematográficas, 1951).

“Un cine que se limite a entretener no es más que una mercancía entre mercancías. Un cine que sepa interpretar el mundo, en cambio, se convierte en arte y conciencia colectiva” (Cinema Nuovo, 1954).

Si el cine debe ser defendido y protegido en su totalidad, es evidente que algunas obras necesitan más apoyo porque, por su propia naturaleza, están destinadas a un público más reducido. En teoría, el MIC – el Ministerio de Cultura – hace justamente eso: defiende la cadena industrial del audiovisual (cine, TV, videojuegos) a través del tax credit (incentivo fiscal), premia la calidad y/o el éxito comercial mediante los aportes automáticos y promueve el cine como producto artístico-cultural a través de los aportes selectivos.


Los aportes automáticos financian las obras en base a los resultados obtenidos: premios, selecciones en festivales, número de entradas vendidas, visualizaciones en streaming, ventas en el exterior. Cada logro genera un crédito calculado con parámetros objetivos, utilizable solo con la condición de reinvertirlo en nuevas producciones. Es un mecanismo que busca crear una especie de autofinanciamiento circular del sector, estabilizar a las empresas que giran alrededor de la cadena y transformar el éxito de una obra en motor para las siguientes. Introducido con la reforma Franceschini de 2016 y aplicado por primera vez en 2018 (sobre producciones de 2017), fue luego suspendido y reintroducido varias veces. Es un modelo reciente para Italia, pero consolidado en países como Francia, España, Canadá o Brasil, donde los tiempos de desembolso son más rápidos y los montos más altos. Desde 2019 —primer año de aplicación efectiva— se distribuyeron unos 146 millones de euros a documentales, ficciones televisivas, cine de autor y películas comerciales.

La principal herramienta de apoyo a la industria audiovisual sigue siendo el tax credit, una especie de descuento fiscal sobre los costos de producción, que las productoras pueden usar para compensar impuestos, tasas y contribuciones. Puede concederse tanto a obras italianas como a producciones extranjeras, siempre que cumplan con ciertos requisitos: antes que nada, el uso de infraestructura y mano de obra local. Las producciones extranjeras solo pueden acceder a la parte efectivamente gastada en Italia. Para obtenerlo se exige una rendición detallada de los costos y, en teoría, el envío al MIC del material filmado. El tax credit está difundido en todo el mundo: los Estados lo usan como herramienta de competencia internacional para atraer producciones que alimenten la cadena. Con su 40% de descuento fiscal, Italia tiene una palanca muy fuerte, reforzada por la reconocida calidad de sus técnicos y por ciudades de arte que son sets naturales únicos. El problema es que la burocracia es lenta y complicada, poco transparente, con márgenes para despilfarros y abusos (como enseña la grotesca historia de Rexal Ford). Pero lo cierto es que en los últimos 8–9 años la inversión en el sector audiovisual creció enormemente, atrayendo grandes producciones internacionales (House of Gucci, Mission Impossible, Equalizer). Según la base de datos Opere del MIC, entre 2018 y 2025 se otorgaron más de 3 mil millones de euros en tax credit a unas 4.000 obras.

Y llegamos a los aportes selectivos, la verdadera piedra del escándalo: el blanco preferido de la derecha, que los pinta como el caldo de cultivo de la típica gauche caviar. En realidad, son una herramienta que existe desde los años sesenta y que – hay que decirlo – a veces se usó con excesiva discrecionalidad. Con la reforma Franceschini de 2016 los mecanismos se volvieron más transparentes: convocatorias anuales, comisiones, listas públicas. Su finalidad es explícitamente cultural: apoyar obras destinadas a un público reducido, que difícilmente encontrarían financiamiento privado o se sostendrían en el mercado. Premian el valor artístico e innovador, impulsan a jóvenes autores en sus primeras películas, protegen géneros frágiles como el documental, el cortometraje y la animación. En Italia como en el exterior, los aportes selectivos son lo que mantiene vivo el llamado cine de autor, dejando al tax credit la tarea de sostener la industria y el cine comercial. Según los datos del MIC, desde 2018 hasta hoy representan solo el 7% del total de los fondos audiovisuales, con una erogación global de algo menos de 246 millones de euros, alrededor de 30 millones al año.


Ahora bien, en el país de las propinas y las estafas, uno se pregunta por qué una cifra tan exigua desata tanto ruido y hasta intervenciones de la propia presidenta del Consejo. Aunque – en el absurdo – esos fondos hubieran ido solo a directores rematadamente de izquierda, estaríamos hablando de chirolas. Pero la política populista vive de simplificaciones: manipular los datos, contar medias verdades y construir una percepción distorsionada es la regla del juego.

Basta con mirar los números y los títulos. 382 documentales que recorrieron los temas más diversos, muchísimos biográficos: Maria Pia Fanfani, Domenico Modugno, Italo Calvino, Sergio Marchionne, Versace, Monica Vitti, Ugo Tognazzi, Francesco Crispi, Fellini, Zeffirelli, Eleonora Duse, Altan, Gassmann, Sordi, Marina Cicogna, Bernardo Bertolucci… nada de reducto gauche caviar: acá se cuenta medio siglo XX italiano en todas sus facetas.

66 entre series y películas para TV, algunas emitidas por la RAI con share del 20–30% (El conde de Montecristo, La Historia, La niña que no sabía cantar, Marconi: el hombre que conectó al mundo), otras estrenadas en streaming con excelente recepción del público (Historia de mi familia). Nada de cine elitista: son productos que han alcanzado millones de espectadores.

87 cortometrajes: firmados por nombres ilustres, por completos desconocidos e incluso por algún recomendado. Pero hablamos de un gasto mínimo: en ocho años, unos 2 millones de euros en total. Es decir, menos que una película italiana promedio. Difícil gritar al escándalo.

Y vamos al plato fuerte: 701 largometrajes, que se llevan la mayor parte de los fondos – 185 millones. Hay de todo. Algunas óperas primas interesantes, aunque no explosivas en taquilla: I Predatori de Pietro Castellitto (hijo de Sergio, nunca famoso por simpatías de izquierda); Bangla de Phaim Bhuiyan, una película fresca y de bajo presupuesto que tuvo éxito suficiente como para generar una secuela en serie; el delicado y conmovedor Stranizza d’amuri de Giuseppe Fiorello – rostro popular de la Rai1, ícono de la ficción nacional-popular –; y Vermiglio de Maura Delpero, candidato a representar a Italia en los Oscar, que recaudó unos 4 millones de euros. Está también El chico de los pantalones rosas, la película italiana más vista en 2024 con 10 millones de recaudación, luego repetida con igual éxito en plataformas; y abundan las comedias populares y comerciales: Metti la nonna in freezer, las dos películas debut de Giampaolo Morelli (alias el inspector Coliandro). Hay espacio para el cine civil, como Il Nibbio, dedicado a Nicola Calipari, el agente de inteligencia asesinado mientras rescataba a Giuliana Sgrena en Irak, y también para películas abiertamente políticas, como Palazzina Laf de Michele Riondino, militante de izquierda, tildado de insoportablemente partidario – dicen – y sin embargo ganador de 3 David di Donatello y 5 Nastri d’Argento. En la lista aparecen también autores nada “rojos” como Sergio Castellitto, Giulio Base con tres obras, entre ellas Albatros dedicada al periodista de derecha Almerigo Grilz (recaudación bajísima, menos de 20.000 euros pese a las 100 salas), y Pupi Avati, que sigue siendo un gran director más allá de cualquier etiqueta política. Junto a estas películas, hay pequeñas joyas como Ariaferma o Martin Eden; obras de maestros como Gianni Amelio, Marco Bellocchio, Francesca Archibugi, Pappi Corsicato, Gabriele Salvatores, Mario Martone y Roman Polanski; comedias bien armadas por artesanos expertos como Riccardo Milani, Luca Miniero, Ficarra y Picone, o Enrico Vanzina.

Todo esto muestra que la idea de que los aportes selectivos se habrían despilfarrado en la clásica camarilla de directores radical chic sin público es simplemente falsa. Los datos y los títulos cuentan otra historia: un panorama amplio, diverso, popular y de autor al mismo tiempo, que va del cine civil al blockbuster de sala, del corto debut al gran maestro.

¿Entonces? ¿Todo bien? ¿Ninguna crítica, ningún defecto?Claramente no. El cine y el audiovisual italianos están en crisis desde hace muchos años, por razones estructurales e industriales, pero también por cuestiones autorales.

Como vimos, el modelo de negocio es frágil: pocas películas italianas tienen proyección internacional suficiente para cruzar fronteras; las infraestructuras son limitadas; la disponibilidad y el dominio de tecnologías avanzadas de producción y posproducción siguen siendo muy inferiores a los de Estados Unidos y varios países europeos. El sistema productivo sufre por la falta de capitales y por una fragmentación excesiva que impide economías de escala. Resultado: todo el sector se sostiene en los aportes públicos, instalándose en una zona de confort que frena el salto de calidad. ¿Culpa de la izquierda y de su supuesto desprecio por los productos comerciales? Quizás, en parte. Pero dudo que nuestro cine pueda renacer a fuerza de cinepanettoni.

A la debilidad estructural se suma también una cierta pobreza autoral y actoral. Un país que durante décadas produjo grandes maestros conocidos, admirados y estudiados en todo el mundo no logró un recambio a la misma altura. Hoy tampoco faltan grandes directores, pero no existe una escuela amplia que garantice continuidad generacional y cubra los tres ámbitos principales en los que se mueve el cine: entretenimiento, autoría pura y ese espacio híbrido que combina calidad con gran público.

La situación es similar en el plano actoral: aunque hay excelentes profesionales, Italia hace tiempo que no ofrece “monstruos sagrados” como Loren, Magnani, Sordi o Mastroianni, amados y reconocidos en todo el mundo. Parte de la culpa es de la televisión, que garantiza popularidad, pero muchas veces empobrece la interpretación; y parte de una excesiva regionalización – el romano a lo Verdone, el napolitano a lo Siani, el milanés a lo Bisio – que funciona bien en la comedia y con el público local, pero limita la versatilidad del intérprete y reduce la exportabilidad del producto.

No es este el lugar para proponer recetas sobre cómo volver a hacer grande al cine italiano. No tengo la pretensión de ofrecer soluciones nuevas y definitivas sobre un tema debatido ampliamente y con autoridad por profesionales del sector. Lo que sí me interesa subrayar es un punto: en este mar de problemas, seguir con la burla y el ensañamiento contra la supuesta ‘camarilla de izquierda’, acusada de repartirse las migajas de los aportes selectivos, no es una solución seria.

Queridos gobernantes de derecha: gasten mejor la plata pública, refuercen los controles sobre la financiación, simplifiquen los trámites, robustezcan las cadenas industriales, garanticen el pluralismo. Denles el dinero a sus amigos, si quieren, pero que sean personas preparadas, serias y competentes. Por una vez, enfrenten de verdad los problemas en lugar de limitarse a la propaganda de siempre.


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