Filosofía del Fuego
- Jacopo Antonelli Drago
- 14 ago
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 18 ago
Manifiesto
Por la Herejía Digital

Hay una palabra que enciende y pulveriza: herejía. No es un vicio de museo, sino un impulso táctil, irrenunciable como el ardor de una herida fresca o el latido febril del corazón ante lo desconocido. Herejía es cruzar el fuego con los pies desnudos para que la piel arda gritando libertad. Pensá en Giordano Bruno: olvidate del mártir de cartón piedra acurrucado entre llamas, como lo cuentan los manuales escolares. Imaginátelo en cambio como un saboteador feliz, un dinamitero de la lógica que se divierte volando por los aires, colocando explosivos bajo los tronos de la costumbre. Sangre y chispas, cuerpo lanzándose contra todo lo que huela a dogma y trampa, dispuesto a desordenar el cosmos con una sonrisa incendiaria. Todo eso siglos antes de que el engranaje del consenso pariera las redes sociales, las burbujas algorítmicas, los trending topics tan insulsos que parecen sentencias de muerte para la imaginación.
Imaginá esto: Bruno aterriza hoy. Llega al escenario posthumano de las notificaciones, entre avatares que gritan y likes convertidos en hitos de la dignidad. ¿Su destino? No una muerte espectacular, sino el ban, el exilio algorítmico, la damnatio memoriae digital. Hoy no hace falta la hoguera: basta con reportarte. Silenciado y relegado por una inteligencia artificial con check azul, confinado a la sombra de un algoritmo que no conoce ni piedad ni ironía.La Inquisición ya no tiene el rostro tiznado de hollín, sino el ícono escarlata de un chip. Nadie te grita “¡hereje!”; es suficiente con enviarte una notificación: “Violación de las normas de la community.”
Pero la sustancia sigue siendo la misma, quizás solo más pulida, más hipócrita: control, miedo, automatización. Una casta invisible decide si valés, si debés evaporarte del feed, si tu voz podrá desgarrar, por un segundo apenas, el zumbido anestésico del equilibrio global.
Bruno vs el Algoritmo
Duelo en la Aurora Digital
Bruno no tenía dashboard, fichas técnicas ni trending charts. Pero olía el dogma como un perro de caza: donde otros solo respiraban incienso, él detectaba el moho del poder.Lo que hoy es la Inteligencia Artificial: una inquisición electrónica disfrazada de progreso. Palabras, sueños, ideas: todo etiquetado, esterilizado, empaquetado para el supermercado global de la mediocridad.El algoritmo decide qué podés soñar, te convierte en un autómata dócil. Te corta los dedos antes de que alcances a pulsar enter sobre un pensamiento fuera de formato. Te sugiere, te recomienda, te corrige: for your own good. Una modernidad de esclavitud blanca, firmada IA.
Así nace la nueva liturgia de lo insípido: una realidad recocida, domesticada, homogénea como caldo de cubito. Sonrisas prefabricadas, sin aristas. El algoritmo se vende como neutral, pero es catecismo disfrazado. Es ritual camuflado de innovación, dogma que predica la diversidad y enseña la normalización. Es el dios hovercraft en la nube, con millones de creyentes reducidos a carne invisible frente a un altar inalámbrico. ¿Si llega un Bruno? Bug, chispa, error en los procesos. Un glitch que traba la noche de los servidores, un rayo rebelde entre cables inmóviles.
Tomá el ejemplo de los deepfakes: inteligencia artificial que manipula rostros y voces, reescribiendo la historia a su antojo. O, el de los algoritmos de censura en plataformas globales, capaces en microsegundos de borrar un pensamiento incómodo del espacio público, sin dejar huella, sin rendir cuentas a nadie. La verdadera dictadura de nuestro siglo es el algoritmo que no se ve, pero que moldea deseos, miedos y opiniones colectivas.
Epidemia de Creatividad
Síntomas y Silencios
He aquí el diagnóstico implacable: en la era moderna, pensar ya no provoca incidentes —es rutina, rendimiento medido, esterilidad garantizada. La creatividad ya no es fiebre, sino régimen; no es vértigo, es compliance. El pensamiento debe funcionar al instante, producir, rendir, o se exilia a un pantano de silencios digitales que quema más que cualquier auto de fe. Los inquisidores de nuestro tiempo son dashboards y herramientas de moderación: espectros que rastrean cada desviación del canon.
¿Bruno hoy? Se encontraría marcado como “contenido no fiable”, etiquetado como desinformación, relegado a los márgenes oscuros del feed. Nada de llamas: bastarían los bots para cerrarle la boca, algoritmos que censuran el vértigo —que reducen lo infinito a tres píxeles, la profundidad a una notificación de bajo consumo. El algoritmo teme lo que no sabe clasificar y se incomoda ante el caos incendiario de quien osa reinventar el pensamiento.
Y es aquí donde nace la rebelión: todavía hay quien rechaza la dictadura de los parámetros. Ya no hacen falta el escenario, el megáfono, la manifestación: la verdadera conspiración es negarse a medir la propia existencia en clicks y views. Es destruir el software en lugar de actualizarlo, bailar desnudo en el bug, celebrar el crash imprevisto. Es la alegría infantil de quien rompe el juguete solo para ver qué hay dentro. Pensemos en los movimientos underground, en los artistas glitch, en los filósofos rebeldes que eligen el error como bandera: ellos son los verdaderos incendiarios de hoy. La cultura de la Mère, la escritura automática anti-sense, la sátira surreal que escapa al algoritmo —todas, microexplosiones de herejía digital.
Prendan la pólvora
Herejía como Método
Somos súbditos de algoritmos disfrazados de jueces imparciales. Prometen orden, pero generan ausencia, repartiendo quietud solo donde hace falta eliminar el roce. Y, sin embargo, bajo la ceniza algo se mueve. Nos hace falta explosión, cortocircuito constante; nos hace falta error, rechazo, hambre ulcerada de quien no quiere limitarse a funcionar. La verdad es que la máquina no puede, por su propia naturaleza, producir posibilidades. El coraje es aceptar la imperfección, el desequilibrio, la disonancia. Hace falta el vértigo lúcido de quien se anima a blasfemar en el templo de la sensatez, la desfachatez de quien convierte la falta gramatical en opus de arte.
Ya no alcanza con programar, optimizar, adaptarse: hay que sabotear. Hay que actuar como los hackers que buscan backdoors filosóficas, como los poetas que contaminan el léxico para romper la cuadrícula del significado único. Sean filósofos-piratas, sean fogoneros digitales. Pregúntense siempre: ¿quién vamos a ser dentro de cinco años? ¿Maniquíes enredados en cables o saboteadores felices, con las manos sucias de futuro y la sonrisa de quien fracasó con elegancia?
Repensemos la filosofía misma: Sócrates, Nietzsche, Deleuze son glitches en la matriz del pensamiento. Ninguno fue aceptado por el orden establecido sin antes pasar por el desprecio, el ostracismo, la burla o la condena. Toda revolución filosófica empieza como acto de herejía y como llama que arrasa el bosque muerto del pensamiento estandarizado.
Hoy el algoritmo no es solo el caramelo envenenado. El verdadero veneno es la rendición: esa creencia dócil que reduce la mente a función, el pensamiento a flujo de producción, la visión a regla de validación. No hay que optimizar, hay que incendiar. Hay que reivindicar el caos, celebrar la contradicción, levantar el desorden como bandera, llevar el error como estandarte y festejar la subversión.
Métanse en las grietas del sentido común, bailen en las fisuras de la normalidad. Si les dicen: “Sos demasiado”, van a saber que están vivos. Griten más fuerte, rompan el candado del orden programado, hagan de su cabeza un cortocircuito continuo. Sean glitch, sean grieta, sean locura, sean incendio.
Hagan de su herejía un manifiesto, de la creatividad una epidemia y de la rebelión una liturgia. Que su pensamiento sea incendio y que ningún algoritmo del mundo pueda apagarlo jamás.
Filosofía del Fuego
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