Querido hombre
- Margherita
- 13 jun
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 26 jul


Querido hombre:
Leí con atención, interés y cierta ternura tu sentido llamado al diálogo constructivo entre los sexos. Hay mucho de bueno y sabio en lo que escribís; tu razonamiento es sensato, mesurado, impecable te diría. Pero es justamente en esa sensatez donde está su mayor defecto, ese no sé qué irritante que dan ganas de pegar un grito y decir: ¡al diablo la razón, que viva pasión!
Porque de eso se trata: de falta de pasión. Demasiada cabeza y pocas tripas. Tonos bajos, analíticos, suaves, por momentos hasta temerosos. Listo para dar un paso atrás ante el primer gesto de agresividad, ante el primer rechazo, ante el más mínimo levantar la voz.
Un poco te entiendo. Sos un varón joven en medio de un camino agotador de deconstrucción y reconstrucción. Te movés con inseguridad entre viejos y nuevos paradigmas, entre prejuicios antiguos que siguen latentes, como brasas bajo la ceniza, esperando volver a arder, y estructuras mentales nuevas que todavía no terminaste de incorporar, constantemente amenazadas por una cotidianidad que muchas veces se parece muy poco a la imagen moderna e iluminada que nos gusta proyectar de nuestra sociedad.
Para mí es distinto. Yo soy una señora madura, nacida y criada cuando el patriarcado no solo vivía en la cabeza de los hombres (y de muchas mujeres), sino también en los códigos legales y en las prácticas institucionales, políticas y empresariales de nuestra República.
Soy de esas que, habiendo crecido en una familia relativamente abierta y progresista, creyó durante mucho tiempo que ser mujer no era un obstáculo, sino un privilegio; que la igualdad de género existía en la naturaleza, simplemente porque era justo que así fuera.
Con el tiempo, con los años, aprendí por las malas que poco o nada de lo que yo daba por sentado y naturalmente adquirido realmente lo era.
Descubrí que nací en una época en la que las mujeres no podíamos acceder a la carrera judicial por una ley de 1919 que prohibía a las personas del sexo femenino ocupar cargos públicos de carácter jurisdiccional. El argumento era que no estábamos capacitadas para roles que requerían autoridad y firmeza, y que no estábamos estructuralmente preparadas para soportar el peso de una responsabilidad como la de un juez. Esa ley, que violaba el artículo 51 de la Constitución —el que establece la igualdad entre los sexos—, recién fue derogada en 1963. Y hubo que esperar hasta 1965 para que las mujeres pudieran finalmente presentarse al concurso de ingreso. Digo “pudieran”, pero con reservas, con sospechas, con benevolencia paternalista y alguna que otra risita incómoda sobre la emocionalidad desbordada lista para estallar “en esos días”.
Me volví adolescente, querido joven. Eran tiempos en los que el Código de Familia, hasta 1975, establecía la superioridad jerárquica del hombre sobre la mujer y el deber de ésta de obedecer al “jefe de familia”, relegándola a un estado infantil perpetuo, cómodo y maldito a la vez.
En la época en que iba descubriendo mi sexualidad, se esperaba que una mujer llegara virgen al matrimonio; los anticonceptivos apenas habían sido legalizados en 1971; no daba vergüenza repetir que “el hombre es cazador y tiene necesidades que no se pueden reprimir”; el aborto era delito, y para las chicas que quedaban embarazadas por ignorancia, descuido o simple mala suerte, solo quedaba el camino de la clandestinidad, con el riesgo de morir por septicemia o hemorragia interna.
Crecí en una Italia donde era normal hablar de “matrimonio reparador”, y donde el Código Penal contemplaba el “delito de honor”, recién abolido con escándalo en 1981. Un delito que preveía penas de entre dos y siete años (sí, leíste bien) para el esposo, padre o hermano que decidiera “reparar” con un asesinato la ofensa al buen nombre de la familia. Ofensa que solía consistir en que una mujer hubiera tenido relaciones sexuales.

¿Y la violación? Era frecuente, era rutina. No se consideraba un delito contra la persona —porque, en el fondo, una mujer no era una persona hecha y derecha—, sino contra la moral. Moral y honor: las dos palabras mágicas del mundo patriarcal, hasta anteayer. Porque la violación, querido varón bienintencionado, fue un delito contra la moral hasta 1996, cuando Berlusconi ya andaba desplegando su desgraciada revolución de costumbres, su “milagro italiano”, y la Primera República ya se había hecho trizas, arrasada por el tintinear de las esposas y un torbellino de coimas.
En el mundo que conocí de joven, a una mujer se la violaba dos veces: la primera vez se encargaban los agresores —casi siempre en grupo, o en familia—; la segunda, en el tribunal —si tenía el coraje de denunciar—, los abogados defensores y las insinuaciones de la prensa: en el fondo, vos te lo buscaste, lo provocaste, fuiste demasiado condescendiente, no te resististe lo suficiente, quisiste ser libre y pagaste el precio.
Y después, con el tiempo, vinieron los logros: Tina Anselmi, primera mujer ministra en 1976; Antonella Celletti, primera comandante y piloto de aviones comerciales en 1989; Fernanda Contri, primera jueza constitucional en 1996; Debora Corbi, primera mujer en ser admitida al ejército en 2000.
Pero mientras todo eso pasaba, mientras Italia cambiaba, nosotras —las jóvenes, las no tan jóvenes— nos dábamos la cabeza todos los días contra ese maldito techo de cristal que no nos dejaba crecer, llegar, avanzar adonde queríamos y teníamos derecho a estar, rodeadas de una falsa apariencia de igualdad tras la cual los hombres se escondían para sentirse tranquilos, en paz con su conciencia, mientras seguían disfrutando de su privilegio, de sus derechos adquiridos al nacer, de su estatus de bendecidos por el destino y por la anatomía.
Y mientras masticábamos injusticias, tragábamos acosos y frustraciones, ahí estábamos: mujeres libres y liberadas, aplastadas por nuestra culpa de no poder cumplir del todo nuestro rol de ángeles guardianes, devotas vestales del hogar, santas esclavas del cuidado.
¿Qué hombre podría soportar tanto, todos los días de su vida? ¿Cuánto heroísmo silencioso se necesita para no rendirse, para no perder conciencia de lo que una es, para no acumular rabia, rencor, sospecha? ¿Cuántos hombres aceptarían ser puestos a prueba constantemente como si todo hubiera que demostrarlo una y otra vez, sabiendo que el más mínimo error los haría rodar hasta el fondo de la montaña, sin poder nunca alcanzar la cima, en una eterna repetición del mito de Sísifo?
Y por cada una, diez, cien que lo logramos, ¿cuántas nos quedamos atrás? ¿Cuántas nos resignamos, cuántas renunciamos?
¿Decís que no tenemos derecho a calentarnos? ¿Pensás que está bien pedirnos que sonriamos y que acojamos? ¿Creés que es fácil festejar tus loables esfuerzos, tus pequeños progresos, cuando los nuestros fueron tantas veces ignorados, burlados o, peor, castigados?
¿Entendés ahora por qué a veces las cosas con nosotras son tan difíciles? ¿Podés ponerte un segundo en el lugar de quien ha hecho de la frustración un ejercicio diario? No de una peligrosa feminista, sino de una mujer común y corriente como yo. Una que nació creyendo que tenía el mundo en la mano y envejeció sabiendo que el trabajo recién empieza, que no tenemos nada asegurado, que cada conquista hay que defenderla con uñas y dientes porque nada es para siempre, que el esfuerzo de ser mujer en un mundo —ay— todavía de hombres, es inmenso y no se puede explicar.
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