Soñando con un diálogo entre sexos.
- Sombrero
- 11 jun
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 26 jul

Hay algo, hoy en día, que parece haberse resquebrajado en el discurso público sobre el género. En los últimos años, Italia fue testigo de una escalada dramática: los femicidios se volvieron eventos trágicamente recurrentes, grabados en la conciencia colectiva como símbolos crudos de una fractura profunda en las relaciones entre varones y mujeres. El caso de Gisèle Pelicot, en Francia, sumó una dimensión transnacional al debate, mostrando lo difícil que les resulta a las instituciones, y a la opinión pública, reconocer la violencia masculina como un fenómeno sistemático, y no como algo excepcional.
En este clima, la percepción dominante en las redes sociales es la de un conflicto creciente entre los sexos: una guerra fría —o tal vez ardiente— que se libra todos los días en los comentarios, en los videos virales que ridiculizan o demonizan al otro sexo. De un lado, los movimientos feministas y sus luchas legítimas, cada vez más firmes en denunciar la cultura patriarcal y sus derivaciones violentas. Del otro, un reflejo masculino defensivo e identitario que oscila entre el victimismo, el sarcasmo, lo burdo y el rechazo al diálogo, degenerando en ese mundo oculto pero cada vez más visible que llaman “la manósfera”.
Sin embargo, más allá de estas dos facciones hay varones que no se identifican ni con la indiferencia ni con la reacción furiosa, y que, calladamente o con esfuerzo, buscan formas de participación activa, quedando muchas veces suspendidos en un limbo de desconfianza: por un lado, son acusados por otros varones de querer agradar a las mujeres; por el otro, algunas activistas feministas los miran con recelo, temiendo intrusiones o apropiaciones.
Pero ¿de dónde viene esta polarización? Para entender el clima tenso y acusatorio que hoy domina el discurso sobre los géneros, hay que partir de una constatación simple y a menudo ignorada: las identidades de género no son estáticas, sino profundamente politizadas, y, por lo tanto, fuertemente influidas por el contexto y el momento histórico. Nunca la masculinidad había sido tan cuestionada como hoy; se trata de un tema que, en lugar de generar una reflexión colectiva, termina produciendo rigidez, miedo y un impulso a atrincherarse. Hoy en día, cualquier discurso sobre la igualdad, por más justificado que sea, es percibido como una pérdida de poder: si las mujeres avanzan, entonces los varones pierden terreno. Se instala una lógica perversa, parecida a un juego de suma cero, que alimenta la desconfianza y la hostilidad.
No se trata solamente de datos, sino de percepciones individuales: la igualdad es vivida por muchos varones como una pérdida simbólica, y, por lo tanto, identitaria. A esa percepción se le suma otro obstáculo, menos visible pero aún más profundo: la dificultad masculina para reconocer el privilegio como tal. Cuando uno crece dentro de una estructura que naturaliza su posición dominante, es lógico confundirla con un resultado meritocrático. El privilegio no se ve, porque se vive desde siempre.
Así, cualquier intento de señalar una injusticia se interpreta como un ataque personal o una acusación generalizada. El resultado es que muchos varones no se sienten parte del problema y, por lo tanto, tampoco se sienten parte de la solución. O, peor aún, rechazan los términos mismos del debate, calificando palabras como “patriarcado”, “sexismo” o “privilegio” como exageraciones ideológicas.
A complejizar aún más el panorama está la precariedad de la identidad masculina contemporánea: en una sociedad donde los roles se están redefiniendo, “lo masculino” ya no tiene un estatus garantizado y, cuando falta una nueva lectura compartida que permita nombrarse varón sin necesidad de oprimir, la inseguridad identitaria se convierte en reacción defensiva. Ahí aparecen el sarcasmo, la caricaturización del feminismo, el refugio en los mitos de una virilidad perdida. Ahí emerge la retórica de la “masculinidad en crisis” que, en lugar de habilitar una autocrítica, se convierte en trinchera.
La polarización, entonces, no nace de la nada. Es hija de un conflicto simbólico y profundo: entre un mundo que cambia y una identidad masculina que no ha sido preparada para ese cambio. Salir de este punto muerto requiere encontrar una vía, pero para eso hace falta un paso decisivo: reconocer que la igualdad no es una resta, sino una liberación mutua.
No todos los varones son abiertamente hostiles a la idea de igualdad. Muchos, de hecho, dicen apoyarla. Y, sin embargo, entre la declaración y el compromiso concreto, hoy existe, muy a menudo, una diferencia sustancial. ¿Por qué?
El problema no parece ser solo cultural, sino más bien perceptivo. La igualdad suele ser vivida como una amenaza a la propia seguridad social y personal; no se trata necesariamente de mala fe: es una reacción visceral, casi automática, frente a un cambio que sacude las bases de la propia posición en el mundo. Cuando la sociedad empieza a redistribuir poder, espacio y voz, quienes siempre tuvieron la porción más grande lo sienten como un despojo. Esa reacción defensiva suele traducirse en desentenderse del tema, o en una adhesión formal que no logra convertirse en acción concreta. El apoyo a los valores de la igualdad queda, para muchos, como un gesto meramente declarativo: una posición “socialmente aceptable” que, sin embargo, evita cualquier transformación sustancial del propio rol.
Existen, de todos modos, varones que toman conciencia de la injusticia y se posicionan a favor de la igualdad de género, no por una culpa estéril, sino impulsados por un sentido ético activo, capaz de generar tensión moral y voluntad de actuar. El principal problema tiene que ver con la recepción que encuentran y con la zona gris en la que se ven obligados a moverse: demasiado “raros” para otros varones, demasiado “incómodos” para algunas mujeres. La situación de estos varones parece entonces enfrentarse a una paradoja: reconocen su propio privilegio, pero aun así generan cierta desconfianza. Por un lado, hay un frente masculino más tradicionalista que reacciona con desprecio o burla, describiendo su compromiso como un intento oportunista de obtener reconocimiento sexual o social. Por otro lado, también en algunos espacios feministas se recibe al aliado varón con recelo. No por hostilidad gratuita, desde ya, sino probablemente por una memoria histórica combinada con una desconfianza generalizada, ya que muchos hombres siguen demostrando que no han terminado de entender el problema.
El movimiento feminista nació como respuesta a una cultura masculina dominante, así que es comprensible que no se confíe fácilmente en quien, hasta hace poco, encarnaba ese mismo problema. El temor es que los varones vuelvan a ocupar el espacio conquistado con tanto esfuerzo, incluso cuando lo hagan con la (aparente) intención de ayudar.
Esa doble tensión problemática crea un clima desgastante: los varones que se presentan como “aliados” se encuentran a menudo en una posición incómoda, en la que deben demostrar constantemente su autenticidad. El contexto se parece a un campo minado, donde una palabra puede interpretarse como un error, un paso puede parecer invasivo y los silencios se leen como complicidad.
En resumen, el riesgo de ser malinterpretado está siempre al acecho. ¿El resultado? Muchos varones se cansan. Y no porque hayan dejado de creer en la causa, sino porque sienten que no tienen un lugar legítimo desde el cual actuar. Algunos se alejan, desanimados por tener que justificar constantemente su presencia; otros se quedan en los márgenes, en una neutralidad prudente que, termina sosteniendo la misma estructura de poder que se pretende desmontar.
Y, sin embargo, es precisamente en ese punto de fricción donde se juega el desafío más interesante: porque reconocer la desconfianza no significa evitarla, sino atravesarla. Aprender a habitar una posición incómoda, descentralizada, no defensiva, puede ser el primer acto político real hacia una nueva forma de diálogo. Si la desconfianza existe, entonces la tarea no es evitarla, sino construir las condiciones para una alianza masculina creíble y transformadora: llevar el debate a los espacios donde el machismo se forma y se reproduce; no buscar necesariamente la aprobación en los ámbitos femeninos, sino actuar en el propio contexto: entre amigos, colegas, en los espacios deportivos, en los chats entre varones.
Es fundamental recordar que el cambio verdadero no es espectacular, no genera likes, no siempre despierta gratitud, y pocas veces se ve en las redes: en la mayoría de los casos, es invisible, lento y trabajoso. Hay un precio alto —y también invisible— que se paga cada vez que un varón sensible a la cuestión de género elige no exponerse: no se traduce en odio, no deja comentarios rencorosos en publicaciones feministas, no se burla de temas como las licencias de paternidad o las cuotas de género. Simplemente desaparece. Se queda al margen, en silencio, desactivado.
Ese retiro silencioso es quizás el mayor fracaso político y cultural de nuestra época: perder justamente a esos varones que no se identifican con los modelos patriarcales, pero que no encuentran un espacio legítimo desde el cual actuar. Varones que no quieren ser dueños, pero tampoco culpables por definición. Que querrían participar, pero no saben dónde ubicarse, ni cómo moverse.
Así, entre el miedo al juicio ajeno, el temor a equivocarse y la falta de caminos reconocidos, muchos terminan convencidos de que, al fin y al cabo, no vale la pena: nunca serán realmente aceptados, lo que degenera en un desgaste lento e invisible, que vacía desde adentro la posibilidad de construir una transformación compartida.
El resultado es doble: por un lado, las mujeres se encuentran, una vez más, solas llevando adelante el cambio cultural, político y relacional; por el otro, la crítica al patriarcado sigue siendo un espacio marginal y de nicho, habitado solo por unos pocos varones.
Pero un cambio verdadero no puede sostenerse solo en una minoría heroica. Hace falta una masa crítica de varones involucrados: imperfectos pero presentes, frágiles pero dispuestos a exponerse. Y esa masa no va a surgir si seguimos tratando cada gesto masculino con recelo anticipado o con indiferencia. La vigilancia es, sin duda, comprensible y necesaria, pero sin la posibilidad de equivocarse, no hay transformación posible.
La alianza entre varones y el movimiento feminista no es sencilla, no es lineal, no está libre de contradicciones —y probablemente nunca lo estará—: justamente por eso, es urgente y necesaria. Por eso se necesitan varones que tengan el coraje de atravesar la ambivalencia, de habitar la complejidad sin pretender controlarla; que sepan confrontar y debatir con firmeza, sin esperar necesariamente un reconocimiento inmediato; dispuestos a desarmarse, a dejarse atravesar por preguntas nuevas. Del otro lado, también hace falta la capacidad de recibir a esos varones sin ceder a la tentación de rechazarlos ante la primera ambigüedad; de empezar a concebirlos no como simples blancos de un proceso de deconstrucción que, en muchos sentidos, ha llegado a su límite, sino como sujetos posibles de una transformación activa. Porque una alianza verdadera, un diálogo genuino, si lo son de verdad, también exponen a frustraciones, tropiezos, imperfecciones. Y eso no es un fallo: es la condición misma de todo vínculo vivo.
Soñando con un diálogo entre sexos.
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