¿Quiénes son los que deciden?
- Mauro Ter Heyne
- 10 nov
- 5 Min. de lectura


El plan ReArm Europe probablemente será recordado como un punto de inflexión histórico en la cooperación militar y de seguridad europea. Como señaló el presidente del Consejo Europeo, António Costa, una posición unificada en materia de defensa era “impensable hace apenas unas semanas”, describiendo este momento como el nacimiento de una “Europa de la defensa”.
En ensayos anteriores se han abordado con acierto temas como el vacío sociocultural de la política europea contemporánea [Mattia Bulgarini, 2 de mayo], consecuencia de la atmósfera tecnoindividualista y neoliberal a la que, en gran medida, nos hemos adaptado. Otros autores han expresado preocupación por los peligros del rearme y por el posible fait accompli que este giro podría implicar [Jose D’Alessandro, 30 de abril]. Un ensayo, de tono foucaultiano, analizó cómo el miedo y el discurso se instrumentalizan para justificar decisiones políticas, crisis y conflictos, contribuyendo así a perpetuar y reforzar estructuras de poder preexistentes [Andres Acosta, 2 de mayo].
De este abanico de perspectivas surgen, a mi juicio, algunas preguntas fundamentales: ¿quién decide sobre el rearme europeo y cuáles son las motivaciones que guían esas decisiones? El título de este artículo, “¿Quiénes son los que deciden?”, no pretende identificar nombres concretos, sino comprender su mentalidad: la manera en que los líderes interpretan el mundo desde el contexto en el que operan. ¿Qué intenciones subyacen a esta gran narrativa securitaria en este momento histórico concreto?
Los ciudadanos comunes, que aspiran a vivir en paz, ¿deberían sentirse tranquilos ante un fortalecimiento militar concebido como disuasión frente a amenazas externas, o más bien preocuparse por una militarización que avanza en paralelo con una implosión social y con la erosión de la cohesión interna de las sociedades europeas?+
Durante los últimos veinticinco años, la integración europea en materia de seguridad ha sido con frecuencia lenta y compleja, a veces impulsada por shocks externos que han evidenciado la falta de poder militar de Europa, su débil política exterior y su persistente dependencia de Estados Unidos.
Europa ha sido representada a menudo como Venus, defensora ingenua del multilateralismo y la interdependencia, en contraste con los marciales Estados Unidos, inclinados hacia la política de poder. ReArm Europe puede interpretarse como un claro acercamiento a Marte: una aceptación de la política de poder como respuesta al auge global de los regímenes autoritarios.
Sin embargo, no se puede ignorar el momento en que se produce este cambio de rumbo. ¿Debemos entenderlo como una capitulación ante la agresividad estadounidense o como un intento de alcanzar autonomía estratégica saliendo gradualmente del sistema de seguridad norteamericano? ¿O quizá ambas cosas?
Una vez más, los factores externos han resultado decisivos para impulsar la integración europea, no sólo por el recurrente deseo europeo de emanciparse de su socio atlántico, sino también por la creciente percepción de una amenaza procedente del Este.
Es importante aclarar que la amenaza rusa no se limita a la agresión contra Ucrania. Desde hace años, el régimen de Putin libra una guerra híbrida en suelo europeo: interferencias electorales, promoción de la violencia extremista, difusión de desinformación, ataques a infraestructuras energéticas, instrumentalización de los flujos migratorios para generar inestabilidad social. Desde un punto de vista geopolítico, el refuerzo de las capacidades defensivas europeas parece, por tanto, lógico y legítimo.
Incluso dentro de la lógica del dilema de la seguridad, sería erróneo suponer que todo fortalecimiento militar conduce inevitablemente a la guerra. Las guerras son, más a menudo, resultado de decisiones imprudentes tomadas por líderes que permanecen lejos del frente. Estos decisores actúan con frecuencia movidos por motivaciones muy distintas a las de las poblaciones que gobiernan: ambiciones expansionistas, intereses económicos, ideologías religiosas, resentimientos históricos, traumas generacionales no resueltos o el deseo de reforzar el consenso interno desviando la atención pública. Sin embargo, cuando el conflicto se intensifica, el odio y la violencia devoran la sociedad hasta tal punto que quienes iniciaron la guerra acaban siendo olvidados.
Aquí entra en juego el marco moral del jus ad bellum, es decir, el conjunto de criterios que determinan si una guerra puede considerarse justa. Aunque aspira a establecer límites éticos, la historia está repleta de ejemplos en los que la demagogia política ha alimentado el miedo y el odio hasta volver la guerra una elección emocional inevitable, más que una decisión racional y justificable. Una vez que se inicia el ciclo de la violencia, la represalia no tarda en llegar, disfrazada de justificación moral.
Esto plantea una interrogante aún más profunda: los criterios del jus ad bellum suelen estar ya manipulados antes incluso de ser invocados. El discurso político se construye, muchas veces, precisamente para enmarcar las acciones dentro de una lógica moral que refuerza la presunción de legitimidad. Si esto es así, entonces la única postura ética coherente sería considerar que la violencia nunca es justificable.
En ausencia de tal principio, corremos el riesgo de vivir en un mundo en el que el supuesto derecho de autodefensa de un Estado se convierta en pretexto para la atrocidad, y el lenguaje moral se transforme en un velo retórico que cubre la brutalidad política.
Esta manipulación de los marcos morales nos remite nuevamente a los decisores, que actúan con plena conciencia de los componentes irracionales, emocionales y tribales de las sociedades que gobiernan. Lejos de ser ajenos a ellos, suelen aprovecharse de esos instintos con notable precisión.
Esto no significa que los decisores nunca rindan cuentas por sus actos. Los juicios de Núremberg constituyen un precedente histórico esencial en la condena de los crímenes de guerra cometidos por los Estados, al establecer el principio de responsabilidad individual. Sin embargo, la rendición de cuentas, cuando llega, suele hacerlo a posteriori, cuando el daño ya es irreversible y el arrepentimiento no ofrece consuelo a las víctimas. Peor aún, los culpables no siempre son condenados moralmente en su propio país. Figuras como Slobodan Milošević o Radovan Karadžić fueron ensalzadas como héroes por amplios sectores de la población serbia, en lugar de ser vistas como responsables.
En ambos casos —justicia tardía o culpa glorificada— el patrón es el mismo: los decisores no son limitados de manera significativa de antemano. Permanecen libres para perseguir intereses egoístas o estratégicos sin obstáculos reales, hasta que las consecuencias se vuelven irreversibles.
¿Qué nos dice todo esto sobre ReArm Europe?
Sugiere que el rearme no es intrínsecamente problemático, siempre que existan mecanismos eficaces que impidan la manipulación del jus ad bellum.
En primer lugar, los ciudadanos europeos debemos poder confiar en la rendición de cuentas de nuestros líderes: que quienes ejercen el poder estén sometidos al Estado de derecho, fruto de siglos de desarrollo como máxima expresión del interés colectivo, en línea con principios como el “velo de la ignorancia” de Rawls.
En segundo lugar, siempre que el Estado de derecho se aplique con firmeza tanto a nivel interno como internacional, y que su necesidad derive de una idea de justicia auténtica, sólo al servicio del bien común si se aplica de forma equitativa.
En tercer lugar, siempre que nuestros líderes otorguen prioridad constante a la diplomacia frente al uso de la fuerza, como medio de prevención, desescalada y compromiso.
No obstante, la lógica de esta argumentación nos obliga a plantearnos una pregunta incómoda: ¿se cumplen realmente estas condiciones esenciales —que se reducen a la buena salud del sistema democrático en su funcionamiento más eficaz e ideal— en el sistema europeo actual? ¿O las intenciones de los decisores se imponen con demasiada frecuencia sin un control real por parte de las instituciones democráticas y civiles?
El debate sobre este tema pone de relieve los fallos sistémicos de nuestras estructuras sociopolíticas, que dificultan el vínculo incondicional entre democracia y poder, un alineamiento indispensable para que exista una interacción legítima y efectiva.






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