top of page

¿Qué mierda es una carbonara?

Actualizado: 26 jul

¿Qué mierda es una carbonara?

Hay pocas cosas que nos definen tanto como nuestra tradición culinaria. Una tradición riquísima, antigua, querida y reconocida en todo el mundo. Y, sin embargo, a pesar de todo nuestro orgullo, no solo la estamos perdiendo, sino que la estamos directamente destruyendo.Este breve discurso pone el foco en el valor de las tradiciones y en los peligros que conlleva perderlas, en cómo nuestro pueblo ya no está a la altura de lo que significa cargar con un peso como el de la historia.


Voy a empezar hablando de cocina porque es un terreno en el que me moví desde chico, y en el que incluso logré robarme un título en la prestigiosísima e incomparable Federación Italiana de Cocineros – delegación Bélgica, una delegación compuesta por genios y vanguardistas que llevan por toda Europa una copia de una copia de una copia de lo que debería ser el talento italiano.

Empezaría así, con una pregunta: ¿qué peso le damos, en la práctica, al hecho de cocinar? No hablo de la importancia que, con palabras, le atribuimos a esta costumbre nuestra, ni de la mala leche con la que nos ponemos a juzgar la cocina ajena, ni siquiera del placer que nos da saborear una fettuccina al ragú de ciervo. Me refiero a cuánto tiempo realmente le dedicamos hoy en día a la cocina: ¿cuántos de nosotros cocinamos?, ¿cuántos nos sentamos al lado de nuestras abuelas (pilar que se está viniendo abajo) con ojos sedientos de sabiduría?


Siempre dije en chiste que cocinar es la manera que encontró el ser humano, en lo cotidiano, de jugar con el fuego, con el calor, de convertirse en algo a medio camino entre un poeta y un químico.

Y lo increíble de este acto es que literalmente atraviesa, de forma sincrónica y diacrónica, toda la historia de este mono raro que somos.

De hecho, el rito de comer es algo que, de una forma u otra, representa un universal dentro de la gran familia de la cultura humana.

En Occidente, es algo que gradualmente, con la llegada de la industrialización, fue decayendo en muchos países... pero definitivamente no en Italia.

Es más, casi me animaría a decir que la verdadera cocina italiana nace en el siglo XIX —cuando el tomate se empieza a difundir por todo el territorio nacional—, con una tradición que se consolida hasta tiempos más o menos recientes.


Nuestra tierra, atrasada en lo industrial, fue sin embargo parte de una mejora técnica (instrumentos, ingredientes, técnicas de cultivo, herbicidas y pesticidas...), sin que esa modernización alterara por completo las realidades populares y campesinas más lentas: o sea, una mejora en los recursos y el tiempo para poder cuidarlos.

Obviamente estoy haciendo un salto temporal importante y, por lo tanto, inevitablemente voy a cometer más de una imprecisión, pero gran parte de las recetas que hoy conocemos nacen en el inmediato posguerra; de nuevo, condiciones muy parecidas a las que acabo de describir: un boom económico y tecnológico (basta pensar en la llegada de la heladera) en un país todavía rural, todavía profundamente arraigado a su tierra y a sus tradiciones.



¿Qué mierda es una carbonara?

De repente empezamos a vivir en una abundancia nunca antes conocida, y entonces todas esas realidades y tradiciones mínimas, infinitas, que antes tenían que sudar hasta para conseguir un puñado de carne, se encuentran con la posibilidad de experimentar, de dar nuevas formas a ingredientes que, hasta ese momento, eran demasiado sagrados y escasos como para poder jugar con ellos.

Y no nos olvidemos de que la cocina italiana nació como una cocina pobre: una mezcla de materias primas de altísima calidad con sobras. Una cocina que, pese a su simplicidad —y muchas veces también a su rapidez—, exige su tiempo.


Y justamente creo que uno de los grandes problemas del deterioro de la cocina es el tiempo: desde la locura de los ritmos diarios hasta la sobreabundancia de productos, todo impuesto de a poco por nuestro sistema económico.

El tiempo para comer, para estar con otros, para compartir —romper el pan, literalmente— pasó a verse como una pérdida frente a la lógica de la productividad. Y en su lugar, se impusieron comidas “eficientes”, formadas por mezclas con nombres imposibles: combinaciones de letras y números.

Comida lista, empaquetada, estandarizada, pensada para dar el aporte calórico justo para trabajar. Sabores fuertes, repetitivos, diseñados para generar adicción y desequilibrio, compensados después con más tecnología industrial.


Esto pasa, creo, en todas las sociedades “desarrolladas”. Pero Italia, durante mucho tiempo, logró resistir esta banalización, esta deshumanización de la comida. Otro elemento problemático es que nuestra cultura cíbica (si me permiten el neologismo) se sostenía, en gran parte, gracias a un sector de la población al que, básicamente, se le había asignado casi exclusivamente ese rol: las mujeres.


Y por suerte, los tiempos cambiaron, y hoy las mujeres son libres de hacer muchas otras cosas en la vida.

¡Pero entonces aceptemos también que nuestra cocina cambió y sigue cambiando!

¡Y basta con ese mito insoportable de la receta original, inmutable, que habría quedado eternamente igual a sí misma!

Ahí es donde por fin empezamos a ver los lindos problemas que trae la tradición: por un lado, como ya dije, la superstición de la identidad, de la receta "auténtica"; por otro, los límites a los que una tradición se aferra y que, inevitablemente, una tradición también crea.


¿Qué mierda es una carbonara?

Empecemos por la identidad.

Identidad, en este caso, hay que entenderla en sus dos sentidos más comunes: algo idéntico, igual a sí mismo, pero también algo que identifica, que particulariza.Es cuando esos dos sentidos se desbalancean que empiezan a hacerse visibles los efectos corrosivos de un peso como el de la historia: cualquier cosa que no cambia, que incluso hace de todo para no cambiar, para no ponerse en relación con el cambio constante de lo real, es algo esencialmente muerto.


Exactamente como lo es algo que se entrega por completo, sin personalidad y sin cuestionamiento, a algo que lo precede —y que, por eso mismo, es distinto de sí, distinto de sus propias circunstancias— aspirando solamente a homologarse.


En segundo lugar, están lo que antes llamé los límites de una tradición: el hecho de que una tradición no se crea en un solo día ni de forma etérea. Siempre ha respondido a las dificultades, las necesidades y las voluntades de un pueblo, a todas sus contradicciones e irracionalidades, a todos sus principios injustos y anticuados.

Una tradición no puede ser otra cosa que limitada y limitante, si la miramos en su pureza y en su fijeza.


Lo que se olvida, sin embargo, es que, a fuerza de repetirse, el principium individuationis - o sea, eso que había de original - se pierde. Eso no significa que en cada repetición no haya algo de verdadero, algo de originario.

Fíjense, por ejemplo, cómo eran los tomates o el maíz cuando fueron traídos a Europa. Ya no son las mismas plantas, aunque lo sean. Y los desafío a preparar una polenta o una salsa con esas plantas originales.

¿Entonces tiene realmente sentido perderse buscando “lo original”? ¿Preguntarse cuántas repeticiones hicieron falta para llegar a lo que hoy comemos?¿Cuántas recetas modificaron las mujeres a lo largo de los siglos, sin que los hombres que las comían tuvieran la más mínima idea?

¿Es realmente necesario saber, conocer, para poder disfrutar un buen plato?

Y acá, como bien nos enseña de Saussure con el lenguaje, nos encontramos ante una infinidad de cambios mínimos y constantes, pequeñas variaciones no solo a lo largo del tiempo, sino de región en región, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, incluso de familia en familia.


Ahí está, para mí, la verdadera grandeza de la cocina italiana: no en la receta original, sino en la variedad de sus versiones.

Se comía bien en Italia cuando había mil recetas distintas para un mismo plato, y cada una traía consigo una historia, incontables vidas, montones de pruebas y errores.La cocina italiana era (y todavía lo es, aunque cada vez más raramente, hay que decirlo) más que una lista de ingredientes: era un método, una manera de respetar lo simple.La cocina italiana fue siempre un menos que terminaba siendo un más.


Desde que entre redes sociales y nacionalismo empezamos a castrarnos unos a otros con frases del tipo: “esta es la verdadera receta de la genovesa”, “la carbonara se hace solo así”, “acá tienen la única y auténtica lasaña”, lo que hicimos fue no solo perder la variedad, cayendo en promedios que no le pertenecen a nadie, sino también perder el vínculo con la comida misma, corroyendo la filosofía madre de nuestra cultura: la variedad.Y de la cocina en general, que es ante todo creatividad.


No somos ya, como pueblo, capaces de enfrentarnos a la historia, porque hacemos todo lo posible por ponerle fin a los procesos de contaminación y evolución que siempre la han movido.

Así que los dejo con una pregunta y una certeza:

¿Quién decide cuándo una tradición empieza a ser tradición? ¿Cómo y en qué momento se fija eso?

Y una certeza: nadie va a hacer una pastiera napolitana mejor que la de mi nonna.


¿Qué mierda es una carbonara?


 

Comentarios


© 2025 L' Idiot All rights reserved

bottom of page